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El féretro de Roberto Arlt suspendido por unas cuerdas sobre Buenos Aires era para Ricardo Piglia una de las imágenes ideales de la literatura argentina del siglo XX. Arlt había muerto a los 42 años, 26 de julio de 1942, y su cuerpo necesitaba un ataúd que no cabía por los pasillos del edificio en el que vivía. Como si el astrólogo de “Los siete locos” hubiera salido de sus páginas, a uno de los operarios de la operación Arlt se le ocurrió que la única forma de sacar a aquel inmenso hombre era por la ventana. Y así, por la ventana, lo suspendieron sobre la ciudad sobre la que tantas y tantas líneas y personajes y tramas y encuentros y desencuentros escribió, siempre como si fuera un extranjero, con la mirada penetrante y sorprendida de los extranjeros, con la eterna curiosidad de los extranjeros.
“Paradójicamente, la realidad se ha ido acercando cada vez más a la visión ‘excéntrica’ de Roberto Arlt. Su obra puede leerse como una profecía: más que reflejar la realidad, sus libros han terminado por cifrar su forma futura”. Para Piglia, siempre fue el más contemporáneo de los escritores argentinos, y el mayor de sus riesgos era que canonizaran su obra. En los años 30, en los 50 o los 80, Arlt era y estaba eternamente presente en la vida de los argentinos, y su presencia era la de un artista para el que “nada había más importante que su obra”, como escribió Juan Carlos Onetti. Arlt había sido bautizado como Roberto Godofredo Christophersen Arlt. Sin absoluta certeza, se dijo y se escribió que nació en el barrio de Flores, Buenos Aires, el 2 de abril de 1900, de padre austríaco y madre italiana.
Tuvo una infancia de lodo, rebusque y hambre y vagar por potreros y calles, a veces con los pies descalzos o con zapatos remendados sobre los remiendos. “Un compadrito porteño”, como lo definió Onetti. Trabajó como hojalatero, pintor de casas, asistente en una fábrica de ladrillos y lo que se necesitara en una librería. Por las noches, jugaba a ser inventor y escribía cuentos. En voz de uno de sus personajes, dijo que no le importaba no tener dinero. “Lo que yo quiero es ser admirado de los demás, elogiado de los demás”. En su voz, recitaba por donde iba pasajes de “Los demonios” y de “Los hermanos Karamazov”, y en general, textos y textos de Dostoievski, a quien sus detractores decían que había plagiado, sentenciando que el astrólogo era Stravroguin y que “La coja” era María Timofoyevna. “Si robó, robó sin darse cuenta”, fue la conclusión de Onetti.
