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Quienes lo trataron más allá de los cocteles, decían que Roberto Bolaño era como un perro apaleado, y él mismo admitía, con una sonrisa de medio lado, “cada vez que leo que alguien habla mal de mí, me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos…, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?” Sobre García Márquez, afirmó que le resultaba cada día “más semejante a Santos Chocano o a Lugones”, y del Boom literario latinoamericano de los 60 aclaró que su herencia le daba miedo, y que jamás hubiera aceptado una limosna de quienes habían pertenecido a ese grupo comercial, aunque leía a menudo a Cortázar y a Bioy Casares.
Quería quemar el mundo, desgarrarlo a dentelladas. Sabía que lo definían como un tipo desagradable, más allá de que algunos escritores lo defendieran, y de que Nicanor Parra hubiera dicho que era un “príncipe, dulcísimo”. En el fondo, Bolaño y Parra se sentían al margen de la vida, y escribían y peleaban a mano limpia para dar testimonio sobre su marginalidad. Entre tantas otras cosas y en tono medio, muy medio, Bolaño plasmó en “Los detectives salvajes” que había un tiempo para escribir poemas, y otro para pelearse a puños, que la literatura jamás era inocente, que la poseía y la cárcel siempre han estado cerca y que “Uno de los inconvenientes de robar libros -sobre todo para un aprendiz como yo- es que la elección está supeditada a la oportunidad”.
Parra, por su lado, afirmaba que “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas” y dejaba en claro que en resumidas cuentas, “sólo nos va quedando el mañana: yo levanto mi copa por ese día que no llega nunca, pero que es lo único de lo que realmente disponemos”. Cuando Bolaño murió, en julio de 2003, y a la espera de un trasplante de hígado, Parra dijo, “Yo creo que le debemos mucho más que un hígado a Roberto Bolaño”. La última vez que se vieron, dos años antes, Bolaño sostuvo que “El que sea valiente, que siga a Parra”, e hizo énfasis en que Nicanor Parra escribía como si al día siguiente fuera a ser electrocutado, y que había logrado, como su hermana Violeta, “joderle la paciencia al público”.
