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Sartre había dicho y escrito una y mil veces durante la ocupación nazi de Francia durante la segunda guerra mundial que la gente se había acostumbrado a la presencia y el poder de los alemanes, hasta el punto de que ya no los veía como una amenaza o el enemigo. La amabilidad impuesta y estudiada de los soldados de la Wehrmacht era una estrategia, y fue determinante para que millares de franceses, desde intelectuales de distintos pelambres y colores, hasta empresarios, políticos y estudiantes, se aliaran a ellos. “Los alemanes no se paseaban, revólver en mano, por las calles. No obligaban a los civiles a abrirles paso en las aceras. Ofrecían asientos a las ancianas en el metro” y eran especialmente amables con los niños, escribió Sartre en su texto “París bajo la ocupación”.
La amabilidad, la falsa ternura, la actuada compasión, los diminutivos, las sonrisas de ocasión y para todas las ocasiones, llevaron al pueblo y a la gente del día a día a la pasividad. Palabras más, palabras menos, la corrección de los agentes del ejército nazi derivó en corrupción, sostuvo Sartre. El miedo era corrupción. La inacción era corrupción. Incluso, las ideas que habían guiado a los intelectuales y a los artistas antes de la guerra se habían corrompido. Ya no eran las ideas por las ideas, sino las ideas por defender un estado de cosas. París y la Francia ocupada se volvieron centros de posibles delatores. La delación, la denuncia, siempre anónimas, fueron las cartas de salvación de los viejos amigos, de los vecinos, de los lejanos familiares y de los desconocidos. Todos podían ser culpables de algo. Todos eran sospechosos.
Y todos eran “los otros”. Los delatores y los inocentes, los colaboracionistas y los alemanes. Sartre escribió en su obra de teatro “A puerta cerrada”, estrenada en el Vieux-Colombier de París en 1944, “El infierno son los otros”. En un principio, la había titulado “Los otros”, pero con uno u otro título y en el fondo, la obra relataba aquella necesidad vital de engañar al otro, a todos los otros, que se multiplicaban día a día. Una mirada de más, un gesto equivocado, una palabra mal pronunciada o un silencio en el momento menos adecuado podían hacer que cualquiera acabara en un campo de concentración. Los delatores estaban en todas las esquinas, en las plazas, en los pasillos de los edificios, en los hoteles y en los restaurantes, en las iglesias, en los cafés y los teatros.
No era raro que ellos mismos terminaran siendo delatados, dentro de un corrupto sistema de denunciados y denunciantes que minó la confianza en los otros. Desde 1945, Jean-Paul Sartre escribió contra la pasividad y los delatores, contra los intelectuales comprometidos con las fuerzas y el régimen alemanes y contra la “Guerra Fría” en “Tiempos modernos”, una revista que fundó con algunos de sus amigos precisamente para combatir la opresión y la exclusión, aunque hubo quienes desde la orilla de las resistencias radicales lo tildaron de poco claro. Con “su” claridad, en 1964 renunció al Premio Nobel de literatura. Entre otras cosas, dijo que no quería ser “transformado” por un premio y que no se iba a prestar a hacer parte de una de las instituciones más reputadas de Occidente, y siguió escribiendo desde “su” libertad.
