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“Señor, dadme la castidad, pero no todavía”: Agustín de Hipona

Fernando Araújo Vélez

25 de mayo de 2025 - 06:10 a. m.

En sus diarias oraciones, Agustín de Hipona le pedía encarecidamente al Dios al que se había entregado a los 32 años que le diera fortaleza para ser casto, “Señor, dadme la castidad, pero no todavía”. Según sus propias palabras, fue un constante pecador hasta esa edad, aunque luego siguió en una denodada lucha contra sí mismo y sus tentaciones. Se volvió cristiano luego de haber oscilado entre uno y otro pensamiento de su tiempo, en parte por el estudio, la lectura, la escritura, y en parte porque su madre, Mónica, era cristiana. Por los textos de Cicerón conoció los de Platón y sus ideas, y a Aristóteles. Fue escéptico, e incluso, maniqueo por un tiempo.

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En sus búsquedas, y entre sus múltiples viajes, conoció a una mujer de la que se enamoró y con quien tuvo un hijo, Adeodato. Duraron 14 años juntos, que fueron 14 años de pecados y de redención, de descubrimientos y frustraciones. En palabras de Peter Watson, “Un día, mientras estaba en su jardín, escuchó cantar a un grupo de niños. La frase que oyó era exactamente ‘toma y lee’, tras lo cual abrió al azar su copia de la Epístola a los Romanos”. Por aquellos años era una costumbre mítica de la gente abrir un libro al azar para que éste le diera respuestas, la tradición pagana que habían aprendido y heredado de Virgilio y Homero, entre tantos otros.

Agustín quedó prendado de un concepto de Pablo, para quien el mal era “la destrucción del orden”. Desde hacía más de un siglo, el neoplatonismo, surgido de y por Plotino y difundido luego por su discípulo Porfirio en tiempos del Imperio Romano del siglo III después de Cristo, había estudiado y profundizado en el tema del orden y en la jerarquía en el universo de los distintos seres. Agustín le añadió a aquel asunto el concepto del libre albedrío. Los humanos podían decidir el orden moral, tenían la capacidad de evaluar los hechos y a las personas y ordenar sus propias prioridades, rehuir el mal camino y seguir el bueno. Para él, la elección del buen camino era conocer a Dios.

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Como Dios nos había creado a su imagen y semejanza, “debíamos ser capaces de discernir la Trinidad en las profundidades de nuestra mente”, aseguró. Para él, había un conocimiento, una memoria y un amor de Dios, y una trinidad de la fe, la retención en la mente de las verdades de la encarnación, la contemplación y el deleite de ellas, en latín, “retineo”, “contemplatio” y “dilectio”. También había tres fases de la penitencia, decía, para quienes hubieran pecado: la contrición, la confesión y la satisfacción.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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