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Discutía con un árbol, y más que discutir, peleaba con las ramas que lo señalaban y lo apuntaban como al eterno culpable de todo en la plaza de Santo Domingo en Cartagena. Manoteaba y decía, gritaba, declamaba, “los habitantes de mi aldea dicen que soy un hombre peligroso y no andan muy equivocados. Despreciable y peligroso, eso han hecho de mí el amor y la poesía. Señores habitantes, tranquilos, que solo a mí suelo hacer daño”. Sollozaba, y en medio de sus sollozos, se hundía en una fuente y cantaba muy a su manera una vieja canción de Adamo, “En Cereté, sagrado pueblo, hay niños sin saber reír”. Decía que los amores no pasaban, permanecían, y después, corría descalzo entre la gente, como si sus carreras fueran un poema.
Se detenía abruptamente para acostarse en el pasillo externo de Bellas Artes y palpaba con sus pies y recorría con sus dedos los dibujos de las baldosas, que como dijo, “los ancestros de sus ancestros compraron en Andalucía”, y se sacaba su camisa de lino rosada, más zapote que rosada y más trapo que camisa, y abría los brazos para llenarse del viento de las cinco de la tarde. Preguntaba y se preguntó,“¿Cuál Dios, cuál Dios, por favor?”, cuando una mujer de sombrilla y vestido blanco de encajes quiso saber si creía en Dios, y se soltaba a carcajadas y aclaraba segundos más tarde que todos los perros eran dioses, cuando uno muy de la calle pasó por su lado, se detuvo, lo miró y le ladró, como si con ese ladrido le dijera que estaba de acuerdo con él.
Se mordía los labios, y casi al mismo tiempo sonreía y aplaudía porque un estudiante le había recordado uno de sus versos, “Y mendigué un alegre dinero regalando mis versos / y les ofrecí mi vida erizada de angustia”, y repetía una y dos y tres veces que él se convirtió en poeta porque una noche su padre le dijo a su madre, doña Lola Jattin, que lo dejara mentir, que no se preocupara, “Déjalo que mienta, Lola, y será poeta”. Se paró en medio de una calle con los brazos abiertos, desafiante, y se dio golpes de puño en el pecho y les aclaró a quienes quisieran escucharlo que él se llamaba Raúl del Cristo Gómez Jattin, que era natural de Cereté, Colombia, que había nacido el 31 de mayo del año de 1945, y para más señas, consideraba que el papel era un enemigo, un bendito enemigo, y que la muerte era la cara poética de la felicidad.
Después se marchó y se perdió entre las callejuelas del centro de Cartagena, y unos días más tarde, el 22 de mayo del 97, las noticias de la radio contaron que según un anónimo testigo se le había lanzado a un bus en la avenida Pedro de Heredia.

Por Fernando Araújo Vélez
