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Dejaron un libro abierto en un poema de Camoes que decía, “¡Ay, si al menos un pliegue de la esfera terrestre fuera seguro para el hombre!”, y luego se tomaron de las manos, se aferraron a sus manos, y se fueron para siempre. Stefan Zweig y Lotte Altmann se habían amado y se habían distanciado, y habían viajado y discutido y peleado, pero siempre volvían, el uno para la otra, en una especie de pacto de viejos y eternos amores. Cuando explotó la noticia sobre su suicidio, algunos de sus antiguos amigos sostuvieron que Zweig solía hablar de la muerte y del suicidio, y que incluso, a comienzos de siglo, muchos años antes de su muerte, el 22 de febrero de 1942 en Petrópolis, Brasil, le había propuesto a su primera esposa, Frederike María Burger, que se mataran.
Con los años, las novelas, obras de teatro y biografías de Zweig se multiplicaron, igual que las conjeturas sobre su vida y sobre su muerte. Un investigador aseguró que la señora Altmann había fallecido varias horas después que su marido. Comenzaron las sospechas, pero jamás hubo pruebas contundentes para cambiar la primera versión, que además era la oficial. Poco a poco, su vida era sometida a una suerte de escarnio público. Ni siquiera muerto estaba enteramente muerto. Lo condenaron porque en 1914 había hecho parte de una agencia llamada Grupo Literario del Archivo de Guerra de Viena, encargada de adornar al oficialismo y sus personajes, que eran militaristas, y de tergiversar unos cuantos de las acciones de Austria en la Primera Guerra Mundial.
Según un informe de El Confidencial, por aquellos tiempos escribió en su diario: “hay que cauterizar con el hierro al rojo lo que la suciedad ha hecho supurar”. Luego de la guerra, publicó “El mundo de ayer” y dijo, entre otras cosas, “Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno”. En sus biografías, retrató a Tosltoi y a Dostoievski, a Balzac y a María Antonieta desde sus facciones y sus gestos y sus supuestas anécdotas, y rompió con los modelos académicos, “copistas del mundo, para quienes la realidad es una sustancia fría, ponderable, manifiesta”.
Zweig fue perseguido por el nazismo, y en 1933, algunos de sus libros fueron quemados en las plazas públicas. Era una de las voces que no querían oír. Él tuvo que huir. Vivió en Inglaterra y en Suiza, en Estados Unidos y en Brasil. Lejos de la guerra, lo criticaron porque nunca nombró a Hitler. Dijo que jamás hablaría mal de Alemania, y escribió a la brava en su Remington que “El artista que cree en la justicia nunca puede fascinar a las masas ni darles eslóganes. El intelectual debe permanecer cerca de sus libros. Ningún intelectual ha estado preparado para lo que requiere el liderazgo popular”.
