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Poco antes de morir, durante los primeros días de mayo de 1862, y luego de que su tía Luisa le preguntara si estaba en paz con Dios, él le respondió: “No sabía que nos hubiéramos peleado”. Henry David Thoreau había contraído la tuberculosis que lo mató más de veinte años antes, en uno de sus tantos viajes por los bosques de las costas de Walden Pond, en los que pensó, comprendió y más que nada, escribió pensando y descubrió escribiendo. En una de sus obras, “Walden”, dejó muy en claro que había decidido vivir, pues vivir era una decisión, y exprimir cada segundo de vida, un lujo y una necesidad. “Quería vivir profundamente y extraer toda la médula a la vida, vivir de una forma tan intensa y espartana que pudiese prescindir de todo lo que no era vida”, como escribió.
Estaba convencido de que la conciencia propia estaba por encima de las leyes injustas, y que permitirlas era colaborar con la injusticia. Por sus convicciones estuvo en la cárcel en 1846 al no pagar un impuesto de capitación y oponerse a la esclavitud y a la guerra con los mexicanos. En prisión, comenzó a pensar en escribir una de sus obras más editadas y difundidas, “Desobediencia civil”. Cuando salió libre, recogió unas palabras que le había dicho el ministro religioso unitario William Ellery Channing y se marchó hacia la soledad, construyó su casa y empezó a devorarse a sí mismo. Thoreau fue poeta, un poco científico, y otro poco anarquista. Fue político, antipolítico, religioso, visionario y profeta, santo e incendiario.
Un día de 1837 conoció en su ciudad, Conrad, a Ralph Waldo Emerson, por aquel entonces ya un autor publicado, admirado y casi que venerado, que lo llevó ante la sociedad literaria de Massachussets y le presentó a Nathaniel Hawthorne y a su hijo, Julian. Emerson le mostró los senderos, misterios, obstáculos y fantasías de la vida y de la naturaleza. Como decía, “En los bosques, además, un hombre se quita de encima los años, como la serpiente su piel, y siempre es un niño, sin importar en qué momento de la vida se encuentre. En los bosques se es siempre joven”. Entre otras cosas, le sugirió que escribiera un diario que Thoreau trabajó durante 24 años, desde 1837, cuando plasmó la pregunta de Emerson, hasta 1861.
Le ofreció su casa, sus tierras, algunas de sus deudas tributarias y sus ensayos, pero más que nada, le ofreció su manera de descubrir en cada detalle la posibilidad de hallar un nuevo conocimiento, y por su conocimiento, la opción de perpetuar la vida, la historia, con un papel y un lápiz, a él, que venía de una familia de fabricantes de lápices. A él, que había trabajado en la fábrica de sus abuelos y sus padres, mezclando grafitos con arcilla, y que había aprendido allí y para siempre que jamás debía salir de su casa sin un lápiz en el bolsillo. Thoreau escribió sobre el camino y el caminar, sobre los bosques de Maine, sobre las excursiones, y a través de sus letras dejó constancia del absurdo en el que se había convertido el mundo. “La mayoría de los humanos vive en una silenciosa desesperación”, dijo, y adelantó que la única manera de preservar el mundo era cuidar la naturaleza.
