Del poder al dominio, del dominio a la imposición, de la imposición de una idea a la obediencia ciega y de la ceguera al acto de locura. Hay tantos poderes como dominados y consecuencias, pero siempre, para que haya un poder se requiere de un dominado, aunque pocas veces seamos conscientes de lo poderosos que podemos ser, o de lo dominados que estamos. Yo por lo menos me siento poderoso cuando escribo, porque escribo y creo y me convenzo y me desconvenzo y analizo y profundizo y descubro e invento, y me siento dominado cuando odio porque odio, y en estado de odio pierdo el tiempo y la fuerza y los días y las noches y al final termino por comprender que la mejor venganza posible es con una rosa, que es decir con mis triunfos, con lo poco de mi obra, que por ser mía y solo por eso es una puñalada para mis dulces odiados.
Pero más allá de venenos, cuchillos y sangre, sé, o quiero convencerme, de que esos dulces odiados también son una especie de bendición para mí. Sin ellos, no podría ni acercarme a conocer lo que es el odio, lo que es odiar o lo que es aproximarse por lo menos a tener un enemigo. Sin ellos, no agudizaría todas las noches mis estrategias para posibles venganzas ni me dedicaría a buscar y a cuidar y analizar cada uno de los detalles de lo que hacen y dejan de hacer y de lo que dicen y dejan de decir esos dulces odiados, hasta el punto de que en más de una ocasión me he descubierto pensando que si no tuviera enemigos tendría que crearlos, y la verdad es que no logro determinar si los que tengo los creé o siempre estuvieron por ahí.
Es más, no logro descifrar si los que inventé o estaban por ahí existen en realidad. Sólo sé que para bien o para mal, para un lado o para el otro, el odiado ejerce un poder embrujador y casi eterno sobre aquel que lo odia: el poder de los poderes. Lo provoca, lo atrae, lo lleva al lugar que se propone, lo viste con los diseños y colores que elige, lo atrapa, lo hace hablar, cantar, callar, y la mayoría de las veces, gritar, y cada vez que lo hace gritar, hablar o callar lo confunde y le hace perder la razón. Por momentos lo vuelve invisible, demasiado invisible, y cuando se le antoja, si se le antoja, con una sola pincelada lo pone en el lugar que quiere, y en otros, lo vuelve visible, demasiado visible, e incluso lo desnuda en el momento menos oportuno y ante la mirada de todos los otros que desee cuando lo considera oportuno. Le da órdenes sin darle órdenes.
Lo acomoda, lo desacomoda, lo amarga y lo alegra, y con cada uno de sus movimientos le recuerda que él es su titiritero.