Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Una tarde de lluvias y de vientos del invierno de 1794, Xavier de Maistre fue arrestado en Turín, acusado de haberse batido a duelo, fue sentenciado a 42 días de reclusión en su propia casa. Anduvo por su cuarto el primero y el segundo día. Vio, o comenzó a ver lo que tantas veces había mirado, y escuchó voces que jamás había oído y percibió todas las notas posibles que encerraba el silencio. Al tercer día tomó una pluma y una resma de papel y comenzó a escribir y a escribir y terminó haciendo un libro al que tituló “Viaje alrededor de mi habitación”. Como lo describió Nuccio Ordine en sus ensayos “Los hombres no son islas”, fue “una peregrinación circunscrita al limitado perímetro de unos pocos metros cuadrados”, que se transformó en un sentido de vida, y como lo dijo De Maistre, fue en “un recurso asegurado contra el aburrimiento y un alivio contra los males”.
“Las interesantes observaciones que he hecho y el placer continuo que he experimentado a lo largo del camino me impulsaban a hacerlo público; la certeza de ser útil me ha decidido a ello”, escribió de Maistre. Su camino físico iba de la biblioteca a la cama, de la cama a la ventana, de la ventana a un sillón y de vuelta. Su camino literario lo llevó a crear “mil personajes imaginarios” y a sostener largos diálogos con Goethe, con James Cook, con Homero y Virgilio y con miles de personajes más que salían de sus libros y de sus invenciones. De Maistre criticó a su sociedad, y aseguró que ya no existían héroes como Teseo o como Hércules. “Los hombres e incluso los héroes de hoy son pigmeos”, sostuvo, y dejó muy en claro que él se había paseado por lo más profundo de los infiernos, y que había llegado “hasta la última estrella situada más allá de la Vía Láctea”.
Fue cultor de la lentitud y de todas las lentitudes, y defensor de los viejos valores. En su viaje de 42 días, halló “la virtud, la bondad, el desinterés que no he encontrado todavía reunidos en el mundo real en que existo”, y se debatió en más de una ocasión entre dejarse guiar por el alma o caer en manos de la “bestia”. A veces fue alma, a veces, bestia, y por momentos logró conciliar las dos y se miró al espejo como las dos, y ante el espejo comprendió que allí se reflejaban “las rosas de la juventud y las arrugas de la edad, sin calumniar y sin adular a nadie”. Esculcó entre las gavetas de su escritorio, releyó sus antiguas cartas y comprendió que él estaba en cada una de ellas, y escribió sobre los afectos y Rosine, su perrita, a quien le agradeció pues le había dado “el mayor favor que puede otorgarse a la humanidad: me amaba entonces, y me ama aún hoy”.
