Uno vive preso de lo dado, de lo establecido, convencido de que el amor, la honestidad, la palabra, la educación y el bien y el mal y tantas otras cosas siempre fueron iguales, y va por la vida encadenado a viejas y muy viejas costumbres, repitiendo lo que le dijeron los padres y los abuelos, y lo que les dijeron a ellos sus padres y sus abuelos, copiando o tratando de copiar sus vidas, y a veces, hasta llevándoles la contraria en todo, que es una forma de vivir según lo dado, hasta que un día, un maravilloso día descubre por una o por varias razones que aquello que creía inmodificable, inamovible y eterno había sido creado, inventado por un alguien, o por varios, y se había ido modificando, y que por supuesto, podía ser destruido y vuelto a crear
Uno descubre entonces que puede volver a nacer, y que debe volver a nacer para ser realmente humano, auténticamente humano y digno de ser humano, aunque durante días, o meses, o años, se desgarre y se dé cabezazos contra las paredes por comprender que estaba engañado y se había dejado engañar, pues casi todo lo que había aprendido era mentira, y en realidad, por ejemplo, el bien y el mal de hace 500 años eran muy distintos a los de su época. Incluso, hubo un largo tiempo en el que ni siquiera existieron un bien y un mal. Y el amor, para seguir con los ejemplos, ese amor que todo lo podía, fue uno y otro y otro según fueron pasando los siglos, y de ser una conveniencia, o un mandato divino, se transformó en una empalagosa sumatoria de sentimientos administrada por unos cuantos mercachifles.
En ese orden de cosas y de ideas, uno empieza a dejar sus creencias atrás para hacerse preguntas, millones de preguntas sobre el origen de lo que ha creído siempre, y luego de esculcar entre viejos libros y antiquísimos papeles comienza a vislumbrar un mundo nuevo y a volverse un obsesivo buscador de orígenes. Y uno garabatea en una libreta cualquiera cosas como Porque nada es permanente, todo es posible, o Porque nada está dado, todo puede crearse, y va yendo más allá hasta desnudarse y se da cuenta de que no hay una felicidad como absoluto, sino miles de millones de felicidades, la de cada quien o las de cada quien, y que hubo épocas en las que ese concepto ni siquiera era concepto. Era nada. Y quizá, por ser nada, éramos realmente felices.