En conversaciones con algunos y especialmente en un diálogo que mantuve durante más de tres décadas con Jaime Barrera, muchas veces traje a colación los versos con que comienza el Heike Monogatari, obra japonesa recopilada en el siglo XIV: “El sonido de las campanas de Gion Shoja hace eco de la evanescencia de todas las cosas. El color de las flores de shâla revela la verdad de que la prosperidad se extingue. Los soberbios perecen, son como un sueño en una noche de primavera. Los poderosos caen al fin, son como polvo que vuela con el viento”.
Versos no muy lejanos a los que aparecen en el canto VI de la Ilíada: “Como nacen las hojas del árbol así el hombre nace. Por el suelo los vientos esparcen las hojas, y el bosque reverdece y produce otras hojas en la primavera. De igual modo una generación nace y otra perece”. Seguramente la historia de la barbarie no tiene nacionalidad: ocurre aquí y allá. Buscar la eliminación total del enemigo no es nada nuevo ni notable. Hoy nos acongojamos con el conflicto Hamás-Israel mientras se destiñen las tragedias de Hiroshima y Nagasaki. Pero aún estamos lejos de darnos por curados. La narración del Heike nos revela los detalles de la dramática y sangrienta conflagración entre los clanes Taira (o Heike) y Minamoto (o Genji), que concluyó con la eliminación de los primeros. Este desastre, que condujo al fin de la era Heian, se conoce como la guerra de Genpei y tuvo lugar hace nueve siglos, entre 1180 y 1185.
Varias fueron las serias consecuencias que se derivaron. El emperador fue despojado de su autoridad, la refinada y sofisticada aristocracia quedó fracturada y el poder pasó a los militares. Las contiendas civiles se extendieron hasta 1600, cuando comenzó el proceso de unificación y se logró por fin la paz. El emperador, por su parte, debió esperar hasta 1868 —casi siete centurias— para recuperar su poder.
Frente a tremendos episodios la respuesta que surgía era obvia: ¿qué sentido tiene la guerra? Lo que nos inducía a un recorrido entre la guerra justa de san Agustín y la paz eterna de Kant entre las cuales figuraba un sin número de actores y hechos: héroes y villanos, buenos y malos, valientes y cobardes, triunfos y derrotas, dolor y mucha sangre. Como las respuestas eran esquivas, nos cuestionábamos sobre el sentido de la paz.
Ante tales inquietudes y perplejidades, aparecía un célebre koan (los koan, como lo explica el profesor Steven Heine, “son expresiones concisas, desconcertantes y a menudo paradójicas utilizadas en varias escuelas de budismo zen para llevar a un practicante a la experiencia de la iluminación”). Al que me refiero, dice: un monje le preguntó a Joshû: ¿tiene un perro la naturaleza de Buda? Y Joshû contestó: “Mu”. Lo que significa vacío, nada, sí, no, es, no es, etc. En resumen se trata de una respuesta indeterminada.
El provecho de este largo ciclo de intercambios quizás haya sido el acercarnos a entender que el problema puede radicar no en las respuestas sino en las preguntas. ¿Cómo debe ser la educación en Colombia? Tal vez nos contestaremos: “Mu”. Que ha sido mi reacción frente al proyecto de ley estatutaria que se discutió y se hundió en el Congreso. Llena de detalles y precisiones que, al tratar de abarcarlo todo, le abre paso a lo contrario y uno queda perplejo frente a todo lo que deja por fuera.
Por otro lado, si les preguntáramos a los chinos —tan pragmáticos— qué harán entre hoy y el año 2035 para el avance de la modernización china, de seguro nos remitirán a la resolución del pasado 18 de julio adoptada por el Comité Central del Partido Comunista. En este orden de ideas y de acuerdo con lo determinantes que resultan las preguntas, si pensáramos en la Colombia del tricentenario, en el año 2110, quizá podríamos empezar a interrogarnos sobre lo siguiente: ¿cómo es el país que queremos construir? ¿El que debemos preparar? ¿El que podemos realizar?