Entre el atardecer del pasado 14 de noviembre y el amanecer del 15, el Palacio Imperial de Tokio se sumió en el misterio mientras se celebraba el Daijô-sai, es decir, el Gran Festival de la Nueva Comida, que es el más importante de los rituales para la ascensión de un nuevo emperador en Japón y el más trascendental para el sintoísmo. A pesar de su significativo valor, la ceremonia no es pública como podría esperarse, sino que se realiza en los predios del Palacio y en la más completa y secreta intimidad dentro de un complejo de unas 30 edificaciones construidas para estos menesteres. Construcciones que, dicho sea de paso, se destruyen una vez culmina el evento.
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Entre el atardecer del pasado 14 de noviembre y el amanecer del 15, el Palacio Imperial de Tokio se sumió en el misterio mientras se celebraba el Daijô-sai, es decir, el Gran Festival de la Nueva Comida, que es el más importante de los rituales para la ascensión de un nuevo emperador en Japón y el más trascendental para el sintoísmo. A pesar de su significativo valor, la ceremonia no es pública como podría esperarse, sino que se realiza en los predios del Palacio y en la más completa y secreta intimidad dentro de un complejo de unas 30 edificaciones construidas para estos menesteres. Construcciones que, dicho sea de paso, se destruyen una vez culmina el evento.
Las raíces de la ceremonia se pierden en la prehistoria de Japón y tienen su origen en los festejos relacionados con las cosechas. De ellos proviene el muy especial dedicado al ascenso de un nuevo emperador al trono y cuya existencia documentada se remonta a comienzos del siglo VIII. La descripción de los procedimientos se encuentra en el Engi-shiki, una compilación de normas y procedimientos que se completó en el año 927 y que comprende 50 volúmenes. Allí, de manera minuciosa, se determinan los pasos que comienzan meses atrás con la selección de los sitios donde se sembrará el arroz para la ceremonia, hasta la localización de las edificaciones que se levantarán, todo lo cual se hace siguiendo el método de la adivinación.
Cada detalle es cuidadosamente descrito. Para las edificaciones se indican los tamaños, el lugar de las puertas, el material y la forma de los techos junto con el recorrido que debe seguir el emperador. De igual manera se señalan desde las ofrendas, el sitio y la forma como deben disponerse y prepararse los muebles con que se deben dotar los recintos, el baño de purificación del emperador y su ropaje, el momento de la plegaria, hasta cómo destruir las construcciones del evento.
Originalmente el Daijô-sai se cumplía en el Palacio Imperial de Kioto. Pero desde 1928, cuando ascendió al trono Hirohito, se realiza en Tokio. Ahora bien, en las últimas dos ocasiones, la de Akihito y ahora la de Naruhito, un nuevo elemento le ha creado ruido a esta tradición. Para los especialistas en religiones no existe duda sobre su contenido religioso. Y es esta circunstancia la que choca con el artículo 20 de la Constitución vigente que hace una drástica separación entre Estado y religión y que toca dos aspectos. El primero es que los costos, unos US$23 millones, son pagados por el gobierno. Y el segundo es que el acto mismo, religioso en su esencia, no corresponde a un deber oficial del emperador.
En 1995, la alta Corte de Osaka, en respuesta a las demandas de los actos de 1990, concluyó que permanecían dudas sobre la constitucionalidad del evento. No extraña entonces que la actual ceremonia haya recibido ya más de 200 demandas. El gobierno ha insistido en que por tratarse de un sistema imperial hereditario resulta apropiado contribuir a mantener las tradiciones inherentes al mismo. ¿Sería un tema apropiado para la reforma constitucional que se plantea en Japón? El tema, por supuesto, no deja de ser significativo. Bastaría con examinar lo que en Colombia ha representado la participación de católicos y cristianos en la política local de antes y de ahora.