La única certeza alrededor de la guerra es su comienzo. Después, lo más cercano a la certeza es que todos pierden y que parte de ese resultado negativo es a perpetuidad. Lo irreparable no se puede reconstruir. Por eso el uso de la violencia siempre será condenable, provenga de donde provenga e independientemente de quién la provoque.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Un propósito nacional, que hasta ahora no ha pasado de ser pura retórica, me ha acompañado por más de siete décadas: lograr la paz entre todos los colombianos. No obstante, el solo enunciado no ha conseguido apaciguar a los hombres al igual que otra aspiración aún más vieja, el pax tecum cristiano —la paz sea contigo—, que va por el mismo camino del salaam-alaikum de los musulmanes y del shalom de los judíos. Pero cuanto más y más se escarba en la mente y el corazón, más contundente resulta la realidad: la paz es una entelequia, un imposible. Cabe entonces preguntarse si nos haría bien renombrar el objetivo y emprender el camino hacia una nueva meta: la armonía.
Quizá sea útil reiniciar con Kant, quien decía que lo único con estatus natural es la guerra, mientras que la paz hay que establecerla. Sin embargo, tal como se entiende —de manera indeterminada—, termina siendo inalcanzable. Baste con decir que la paz con legalidad en la que estamos no es algo novedoso. Antes existieron otras etiquetas: duradera, estable, perpetua, permanente, eterna, sostenible, capitalista, democrática, dictatorial, etc. Y ahora, si intentamos un salto al oriente, tal vez podríamos oxigenar el tema.
Los japoneses, en el siglo XII, se vieron envueltos en una contienda sangrienta en la que se enfrentaron a muerte dos clanes: los Taira y los Minamoto. De semejante drama fueron fruto la obra clásica de la literatura nipona: el Heiki Monogatari y, posiblemente lo más significativo, a escala local, esta gran lección: la eliminación física de los Taira no trajo consigo el fin de las guerras. Por supuesto, tuvo que pasar mucho tiempo hasta cuando se aceptó que, superadas las refriegas, la realidad inescapable no era otra que la necesidad de convivencia entre los contendientes. Y ello demanda un grado categórico de tolerancia que permita las salidas honrosas para las dos partes.
En la misma línea, recordemos las Analectas de Confucio (13:23): “El hombre superior está en armonía con los demás, pero no siempre de acuerdo con ellos. El hombre vulgar se pone de acuerdo con los demás, pero no está en armonía con ellos”. Y para ampliar las alternativas, echemos mano de la etimología de he, que es armonía en chino.
En efecto, según Li Chenyiang, he originalmente era el utensilio utilizado para mezclar vino con agua a fin de ajustar la densidad del vino. Y ese significado evolucionó al convertirse en el verbo “mezclar”, que no solamente se reducía a los sabores sino a las mezclas en general. De esta manera, al igual que en los usos culinarios, que buscan ajustar la diversidad de los ingredientes para alcanzar un sabroso resultado, se puede lograr lo mismo en las comunidades en las que el disenso es la materia prima y el objetivo la sana convivencia. En resumen, no se trata de evitar los conflictos de por sí inevitables. Se trata de eliminar o reducir a su mínima expresión la violencia. Para ello se debe partir de que no hay verdades absolutas, todos somos distintos y todos estamos condenados a vivir con los demás.