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Muy seguramente nadie recuerda la alocución del presidente Betancur el 25 de octubre de 1982: “Como preservamos el bien público, como sabemos que el desperdicio es imperdonable, anuncio a mis compatriotas que el Mundial de Fútbol 1986 no se hará en Colombia. Previa consulta democrática sobre cuáles son nuestras necesidades reales, no se cumplió la regla de oro consistente en que el Mundial debía servir a Colombia y no Colombia a la multinacional del Mundial. Aquí tenemos muchas otras cosas que hacer y no hay ni siquiera tiempo para atender las extravagancias de FIFA y sus socios”. Olvidarse de tan contundente declaración no resulta extraño si constatamos que el caso de la cancelación de los Juegos Panamericanos que debían realizarse en Barranquilla en 2027 ya se diluyó.
Ahora, en la cercanía de los Juegos en París, las expectativas de ganancias extraordinarias vuelven a estar sobre el tapete. La regla de oro a la que se refería nuestro presidente sigue bajo la sombra de la duda.
En Japón, al contrario, los medios, los tribunales y las reacciones han mantenido vivo el tortuoso camino que se inició con los Juegos Olímpicos de 2021. Para tal evento hubo que modificar el diseño del estadio principal, lo mismo que el emblema ante denuncias de plagio, afrontar la renuncia del director japonés por escándalo de género (nada menos que un ex primer ministro), el estallido de la pandemia, el rechazo del 80 % de la población a la celebración del evento y las claras advertencias sobre su inconveniencia por parte de autoridades médicas y científicas tanto locales como internacionales. Se llegó a extremos como el del diario Asahi que le imploró al primer ministro la cancelación, así como el mensaje discreto del emperador quien, a pesar de las limitaciones constitucionales que tiene para intervenir, no pudo sustraerse a su responsabilidad y expresó su preocupación por los peligros de llevar a cabo estos eventos en medio de la pandemia. Todo esto, en un país con una sólida cultura para actuar al unísono, ha representado una fractura grave.
Ya causado el daño, solo faltaban nuevos acontecimientos para el puntillazo final. El anuncio de Toyota de retirar su nombre como patrocinador (ya lo había hecho Ajinomoto y luego se sumaron otros), el registro de 1.979 contagios el día anterior a la inauguración y, lo más significativo, las palabras del emperador Naruhito a T. Bach, presidente del COI. Este le prometió a S. M. que harían los máximos esfuerzos para prevenir riesgos para los japoneses. La respuesta imperial, que no admite duda, fue: “A far from easy task”.
Contrario a nuestro olvido de las líneas trazadas por Belisario, Japón no ha logrado sacudirse de los estigmas que le dejaron los Juegos Olímpicos de 2021. Varias cabezas del sector privado comprometidas en actos de corrupción están siendo juzgadas o están en la cárcel. Y el Gobierno, que entendió el sentir del pueblo, declinó la realización de los Juegos de Invierno del 2030, igual a como lo hiciera Colombia en 1982. Si algo quedó claro en Tokio es que los Olímpicos, más que una competencia entre deportistas, como era su objetivo inicial, se ha convertido en un negocio. Y sobre este punto está demostrado que los beneficios, tal como lo indicó el presidente Betancur, se quedan en las manos de las multinacionales. El problema que queda planteado está en el campo de la ética: si no se cumple la regla de oro del presidente Betancur, ¿es aceptable la inversión estatal?
Toyota, frente al COI, ha dado una respuesta contundente: El contrato por US$835 millones que firmó con el Comité en 2015 y que termina con los Juegos de París no será renovado. Ojalá esto signifique el reconocimiento de las consideraciones éticas sobre los lucros tortuosos.
Para aplacar las crisis o simplemente para aligerar las cargas de la vida, pocas cosas substituyen al espectáculo. Sin embargo, nada viene solo. Si por un lado da solaz, también conlleva asuntos no tan santos: manipulación de los pueblos y corrupción. Lo que conocemos como pan y circo se lo debemos a Juvenal quien en su Sátira X señalaba: “Desde hace tiempo —exactamente desde que no tenemos a quien vender el voto—, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, fasces, legiones, en fin, todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos en el circo”. Pero todo tiene sus límites.
