La memoria es frágil. Sin la ayuda de García Márquez, posiblemente nadie recordaría que hace 97 años sucedió la Masacre de las Bananeras en Ciénaga, Magdalena, hecho que según algunos marcó el fin de la hegemonía conservadora. Son episodios que dejaron huella pero que se han ido acallando. Algo similar sucede a nivel internacional con el bombardeo a la embajada de China en Belgrado el 7 de mayo de 1999, que terminó dándole un giro importante a la política exterior de Beijing.
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Aquella voz, hasta aquel entonces moderada, que prefería la abstención al veto para manifestarse, comenzó a adquirir el airado y desafiante tono de un nuevo poder internacional. La declaración de Beijing al día siguiente del incidente fue clara: la acción había constituido una clara violación de la soberanía china y una flagrante violación de la Convención de Viena y del Derecho Internacional. El impasse se superó con el cruce de comunicaciones y llamadas telefónicas entre los dos jefes de gobierno: Bill Clinton y Jiang Zeming. Fuera de acordar una indemnización por US$ 28 millones (a nosotros nos dieron US$ 25 millones por Panamá), es probable que se hubieran pactado otras compensaciones como facilitar el acceso de China a la OMC. No obstante, lo importante del episodio es que una potencia serena fue forzada a asumir un papel político determinante en la política internacional.
La guerra comercial declarada en estos últimos años por Estados Unidos a China estaría conduciendo a un camino político parecido al que se desencadenó en Belgrado. China muestra y demuestra que su poderío comercial, industrial y tecnológico puede competir ventajosamente con occidente. Y en vista de que culpar al comunismo del progreso ya no convence, la respuesta se concreta en la imposición de aranceles y trabas a la circulación de la alta tecnología. No obstante, y a pesar de eso, el superávit registrado por los chinos para los primeros 11 meses de este año fue la cifra récord de US$ 1.076 trillones. Sobran las explicaciones.
Están sucediendo muchas cosas inesperadas e imprevistas. Frente a Ucrania, Europa cayó en la misma trampa de Estados Unidos en Belgrado. Pensaron que con tan solo alzar la bandera de la democracia Washington los apoyaría, lo que jamás sucedió. Seguramente detrás de todo existen intereses económicos que pretenden valerse de la guerra para enriquecer sus arcas, pero los costos sociales no serán menores.
Continuando con la misma narrativa, el nuevo gobierno japonés ahora desconcierta al mundo. El pasado 7 de noviembre, la primera ministra Takaichi afirmó lo siguiente en un debate en la Dieta: “Si se utilizan acorazados y un bloqueo naval implica el uso de la fuerza, creo que eso, bajo cualquier medida, constituiría una situación que podría considerarse una amenaza para la supervivencia de Japón”. Se refería a una eventual acción militar de China sobre Taiwán. Fueron palabras desafiantes que desataron una agria y contundente reacción de Beijing que fue seguida por protestas diplomáticas y por decisiones más concretas: bloquear el turismo chino a Japón que se ha convertido en una fuente importante para la economía japonesa y cerrar las importaciones de algunos alimentos.
La reacción que podría verse como desproporcionada puede entenderse mejor si se le suman otras propuestas del nuevo gobierno. Se ha anunciado un aumento del presupuesto para la defensa que se suma a la promoción de las exportaciones de material bélico. Y algo más profundo como es la reforma al artículo 9 de la Constitución que prohíbe la guerra como medio para la solución de conflictos y que es el mayor aporte de Japón a la comunidad internacional después de la Segunda Guerra. Esta posición militarista no solo es recibida con grandes reservas por parte de China, sino que ya ha tocado las fibras sensibles de Moscú que no ha tardado en reaccionar y que tendrá su efecto en la región asiática.
Arriesgadas, por decir lo menos, son estas maniobras de la PM Takaichi, que probablemente tendrán consecuencias negativas para su país y aumentarán las tensiones internacionales que agobian al mundo.
