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La pasada Cumbre de Glasgow ha dejado claro que vivimos regidos por unas élites testarudas. No basta la evidencia física para dar el brazo a torcer. Y los gritos de la sensatez son asordinados por la inclemente necedad de la riqueza. Pero, por desgracia, el cambio climático no es el único cambio que se soslaya.
En el último medio siglo hemos sido alertados por muchos movimientos. Desde mayo del 68 en Francia hasta lo más reciente: la primavera árabe, la Puerta del Sol en Madrid, el Occupy Wall Street, los indignados, los chalecos amarillos, nuestro 21N, etc. No es necesario esforzarse para leer que el mensaje no admite dudas: las cosas están mal. Vivimos en un medio deshumanizado, lleno de pobreza, hambre, odios, enfermedades, desigualdades, y dirigidos por unos pocos que no quieren desaprovechar la “oportunidad”. de hacerse más ricos y además expertos en aplaudir el modelo. Sin embargo, estas manifestaciones no han prosperado. Se han quedado ahí, en la expresión y no han contado con proyectos viables, con ejemplos concretos sobre lo posible. Se sabe que los reajustes son impostergables, pero las propuestas se diluyen entre las viejas ideologías o entre los modelos matemáticos que resultan casi siempre rígidos e impermeables a las transformaciones.
Y, por supuesto, aquello que pudiera incitar el debate con resultados concretos es silenciado o atacado impunemente. Debería ser útil la mención de algunas cosas que han venido sucediendo en China. Pese a la grave situación de la pobreza en el mundo, poco o casi nada se habla del éxito de China en la reducción de este flagelo. Mientras occidente sigue con el fardo a cuestas, los chinos celebran y confirman que sí se puede.
Y algo quizás más interesante es la retoma de la “prosperidad compartida” (gongtong fuyu) como meta para el futuro. Occidente lo ha visto como una ruptura del modelo. Sin embargo, una mirada más cuidadosa deja ver que se trata de la continuación del proyecto de Deng Xiaoping. Este último hizo famosa la frase de que “enriquecerse es glorioso”. Pero el resto de la propuesta no contó con la misma difusión. “Algunos se harán ricos primero y los demás tendrán su oportunidad después”. Justo en este punto nos encontramos. China seguirá manejando el mercado a su propio estilo y mantendrá la intervención del Estado. No se puede permitir la acumulación ilimitada de riquezas ni la especulación: hay que repartir y darles la oportunidad a los que siguen. El reto y la oportunidad que tiene el mundo frente a este ejemplo es claro y concreto. China no solo logró acabar con la pobreza; tiene cerca de 800 millones de clase media y va camino de alcanzar lo que Japón hizo en sus años dorados, cuando la clase media llegó al 95 % de la población. Sustituido el capitalismo humano por el neoliberal, hoy los japoneses pobres sobrepasan el 17 %.
Aceptar o no el cambio tiene consecuencias buenas y malas, positivas y negativas. Pero es imperativo calcular los costos y riesgos de quedarse quieto a la espera. Lo de China no es cualquier cosa. Tendrá impactos tanto locales como internacionales. Lo que nos debe alertar es que el movimiento está en marcha. No sabemos aún cómo se desarrollará, es claro que está encima de nosotros. El auge de China es tan inevitable como la muerte que nos espera a todos. Nadie duda de que tendrá consecuencias y es evidente que podría desequilibrar el mundo. No obstante, sería torpe continuar con las campañas de descrédito y saboteo para atajar lo inatajable. Más sabio sería examinar de qué manera estas nuevas fuerzas pueden girar a nuestro favor.
