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El presidente en ejercicio había advertido, desde el balcón, que si sus propuestas de reforma de los sectores sociales esenciales para los ciudadanos no eran aceptadas en las cámaras legislativas, acudiría a otro escenario, el de las calles, para provocar la reacción del que él señala como “el pueblo”, para presionar las decisiones del Congreso elegido democráticamente. Así lo hizo el miércoles 7 de junio, ubicado en un costado de la plaza de Bolívar del Distrito Capital.
En medio del escándalo borrascoso generado por sus más cercanos colaboradores desde la campaña de 2022, transgredió peligrosamente la Constitución Política de 1991, que, en el Artículo 188, consagra que “el presidente de la República simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”. Instigó la lucha de clases y de razas, aprovechando la presencia de la vicepresidenta, para endilgarle a los medios que era acosada no por sus desafiantes declaraciones (igualmente racistas) y abusos del gasto público, sino por su color. En artículo previo, aludí a que la señora Márquez irrespetó a los profesionales colombianos de la salud, a quienes amenazó con traer a cubanos para cumplir las funciones de nuestro sistema de salud. El presidente arremetió contra los empresarios, acusándolos de conducir a los campesinos y a los pobres al “cepo” de épocas remotas.
La lucha de clases no es un buen modelo para gobernar un país afectado por innumerables injusticias, que se solucionan no por el odio y el resentimiento, sino por la inteligencia de superarlas a través de la conducción acertada y equilibrada del Estado. El presidente dejó la sensación de que, a pesar de sus largos años de experiencia política, adolece de consejeros sabios y prudentes que lo asesoren para que controle su extraversión en las arengas incendiarias. Si continúa en ese desatino, le está cerrando la opción a otro gobierno de izquierda en los próximos años. En cambio, en caso de conquistar el apoyo de las mayorías, se ha hecho acreedor al rechazo de sectores trascendentales para el mantenimiento y el progreso de la civilidad y la economía nacionales.
No obstante, en medio de tanta algarabía, abrió el camino a otras dos reformas: la de los servicios públicos y la de la educación superior. Ambas igualmente apremiantes.
La segunda, regulada por la Ley 30 de 1992, se inició viciada por conflicto de intereses de quien era presidente de la Cámara, César Pérez García, despojado por el Consejo de Estado de su investidura (18-01-1994), al intervenir en el debate, siendo rector de la Universidad Cooperativa y legislar a su favor. Dicha ley dio paso a las llamadas universidades de garaje. La reforma a la educación superior debe velar por ese derecho pero, al mismo tiempo, establecer el marco de educación universitaria de excelente calidad, que compita con los estándares internacionales en la generación y difusión del conocimiento, motor del desarrollo para todos los países. Debe cobijar la financiación de la universidades públicas y el mantenimiento de los claustros históricos, como el de la Universidad Nacional de Colombia.
Respecto a los servicios públicos, el mandatario, con su paso por la Alcaldía de Bogotá, experimentó el poderío de las empresas privadas que administran el agua potable, la recolección de las basuras, la telefonía fija, la energía eléctrica, etc., que, por procedimientos de sobornos en las licitaciones, encarecen para los usuarios, urbanos y rurales, las tarifas de dichos servicios.
Además del incremento ascendiente, año por año, de las tarifas, la calidad prestada es deficiente. Recientemente se ha denunciado en varios municipios la contaminación del agua potable, donde la hay, originando enfermedades de los habitantes que la consumen.
El costo de la energía eléctrica es exorbitante, considerando las deficiencias de este servicio. En municipios de Cundinamarca el fluido se suspende varias veces a la semana y el restablecimiento se dilata, a pesar de los continuos reclamos de los usuarios.
Es oportuno que el Gobierno central regule, vigile y controle el trámite de las licitaciones de esos servicios, para que los ciudadanos asuman tarifas costeables de acuerdo con sus ingresos y se les garantice su calidad para el mejoramiento de las condiciones de vida.
