El reciente discurso que se fajó Trump en la ONU tiene esa combinación de risible y siniestro que es una de sus marcas de fábrica (aunque no, por desgracia, exclusiva). Poco antes había declarado una guerra —rechazada por toda la comunidad científica— al Tylenol, una forma de acetaminofén usado con frecuencia por mujeres embarazadas. Lo hizo secundado por su flamante líder del sector salud, Robert Kennedy Jr., según el cual el Tylenol produce autismo. Lo mismo que las vacunas y que el flúor en el agua. Todas estas, teorías comprobadamente estúpidas y dañosas. ¿Quién le temerá al Tío Sam cuando exhiba una sonrisa supuestamente temible pero llena de caries?
Aunque es mejor no intentar bromas a costa del actual equipo dirigente de los Estados Unidos. La cosa pinta más que seria. Aquí sí que funciona la conocida metáfora del parque zoológico. Si un mico de pronto cae en un estado de sobreexcitación, eso es preocupante. Si el gran gorila de la jaula se chifla, entonces hay una buena probabilidad de que vayan a producirse desastres tremendos.
En realidad, ya los estamos viendo en vivo y en directo. No me referiré al genocidio de Gaza (un horror que gran parte de nuestro establecimiento político y mediático sigue sin condenar), pues esto es corresponsabilidad de Trump y los demócratas. Lo que sí es una criatura exclusiva del primero es una ofensiva autoritaria interna en gran escala, que perfectamente podría tener éxito. Ella está constituida por cuatro elementos principales. Primero, la identificación de cualquier forma de oposición como el enemigo interno, algo que los latinoamericanos conocemos muy bien. La izquierda debe ser aislada, odiada y destruida. “Izquierda” aquí es una expresión en clave, que se aplica incluso a las figuras más dulces y patéticas del Partido Demócrata. Esto incluye a Biden, quien está muriendo de cáncer y a quien Trump atacó con su altura característica como “hijo de puta” en otra de sus intervenciones. “Odio a mis opositores”, dijo Trump en ese festival del odio que fue la conmemoración del asesinado influencer Charlie Kirk, un campeón de cuanta teoría brutal y potencialmente homicida se le atravesara. De ahí la ocupación con la Guardia Nacional de ciudades gobernadas por demócratas, los chistes a costa de los ataques letales contra ellos, la celebración de sus desgracias, etc.
Segundo, la manipulación del sistema electoral para impedir que la oposición tenga alguna posibilidad de triunfar. Hay una larga tradición en los Estados Unidos al respecto, pero esto que se hizo recientemente en el estado de Texas parece más agresivo y, al menos según algunos líderes republicanos, tiene la motivación explícita de impedir cualquier alternación en el poder.
Tercero, el programa de censura a la prensa, puesto que ella es injusta con Trump (parece invención mía, pero no lo es). Hay muchos casos. El más reciente y vistoso fue el intento de cancelación del humorista Jimmy Kimmel. Disney (que ya ha sido blanco de la furia de otros conservadores como Ron DeSantis, por no estigmatizar a los homosexuales) rápidamente cedió ante las presiones de Trump, entre otras cosas, porque espera la aprobación de grandes negocios por parte del gobierno. Pero eso fue un bumerán que le costó un masivo rechazo no sólo externo sino por parte de sus propios creativos (y por tanto pérdidas enormes). Disney se echó para atrás y reinstauró a Kimmel, pero eso lo ha vuelto a poner en la mira. Este es, además, un buen ejemplo de la resignificación de la palabra “izquierda” por parte de la extrema derecha estadounidense. Tribilín es ahora un odioso bolchevique. Ya ven ustedes dónde estamos.
Cuarto, el ataque desembozado contra el establecimiento universitario. Como en otras experiencias autoritarias, “el profesor es el enemigo”. Aquí, el garrote usado por Trump (el mismo que ha sido efectivo con los medios) son las demandas y la amenaza, hecha efectiva a menudo, de bloquear contratos gubernamentales.