Inevitablemente, pues no vivimos en un islote separado del resto de la humanidad, el debate sobre el decrecimiento está sobre la mesa. Por supuesto, una cosa es decir que una idea es interesante, y otra adoptarla como programa de gobierno. En esta columna explicaré por qué pienso que, de decantarse por esta segunda opción, el Gobierno del cambio estaría aplicándose la eutanasia. Hay muchos argumentos, pero aquí presento dos. Primero, las cuentas no parecen cuadrar y, segundo, aunque el tema esté de moda, bastante de lo que he leído por parte de sus defensores resulta endeble. Naturalmente, se necesitaría más espacio para desarrollar algunos puntos cruciales; aquí sólo planteo algunos interrogantes básicos.
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Comencemos. ¿Cuadran las cuentas? Petro llegó al poder como primer presidente de izquierda y sin tradición bipartidista. Los millones de personas que votamos por él queremos que impulse acciones enérgicas de inclusión. Su base social espera acciones concretas que contribuyan a mejorar sus condiciones de vida. A la vez, el presidente opera bajo varias restricciones fuertes y durante la campaña tuvo la inteligencia de aceptarlo. Lo que quiero entonces es que alguien me explique cómo hará para promover la inclusión sin crecimiento y sin reformas radicales. Pues estos son los dos parámetros que puede mover.
Me perdonarán ser tan prosaico, pero la inclusión social y territorial cuesta. Mucho. Llevar bienes públicos a los territorios cuesta. Mejorar la educación cuesta. Contratar a gente competente para las agencias gubernamentales y para las universidades cuesta. Lo mismo la promoción de una política industrial —una (buena) obsesión del presidente—.
Para visualizar mejor la cosa, imaginemos que el país finalmente se decide a que los campesinos tengan acceso a la tierra. Un propósito clave. Pero para impulsar una agricultura campesina viable se necesita tener extensión y asistencia técnica mucho mejores de las que tenemos, insumos, construir infraestructura para el acceso a los mercados, etc. Eso también aplica a la sustitución de cultivos. Nada de ello es gratis. Tampoco lo sería la transformación institucional que necesita el sector agrario —un tema al que dedicaré la próxima columna—, si es que el propósito es una inclusión tangible y real.
Ahora piensen un momento en esos conflictos distributivos que por necesidad generará un gobierno progresista. En un escenario de no crecimiento, estos serán mucho más acerbos, porque se convierten en una competencia de suma cero: el sector social A sólo podrá obtener una mejora a costa de otro sector B. Con una derecha agresiva, que abriga retóricas golpistas, y una situación internacional extraordinariamente volátil, esa es la fórmula ideal para estrellarse contra la pared.
Pasemos a la sustentación de la posición académica a favor del decrecimiento. Es un hecho que el mundo enfrenta amenazas reales de destrucción y que estamos frente a varios cambios en gran escala. La civilización de los hidrocarburos está llegando a su fin. Por lo tanto, que Dinamarca, una sociedad relativamente igualitaria con 61.000 dólares de ingreso per cápita, decida hacer una pausa en el crecimiento puede resultar bastante sano. A propósito, me parece increíblemente fantasioso afirmar, como lo he leído, que el producto interno bruto no dice nada. Es un indicador cada vez más limitado para las necesidades del momento, pero sí que orienta. Colombia, con sus 5.300 dólares por cabeza, desigualdad descabellada y millones de personas en la absoluta precariedad, es otra historia. Lo que me asombra de esa argumentación prodecrecimiento es precisamente su ceguera programática frente a los problemas distributivos, tanto entre como dentro de los países.
Esa ceguera se compensa con un elogio romántico pero engolado de las comunidades —algo que se alinea muy bien con la historia del pensamiento conservador—. Tradicionalismo puro y duro. Por supuesto: las comunidades abrigan capacidades humanas y culturales poderosísimas. Pero no: la precariedad no es bonita.
Quizás toque reinventar las maneras de incluir y crecer, pero no deberíamos cejar en esos empeños.