Los países pueden caer en bloqueos que duran décadas. Por ejemplo, si los ciudadanos tienen que escoger entre dos opciones, exclusiones brutales o inclusiones parasitarias, los malos resultados que resultan de ambas los empujan a mover bruscamente el péndulo en una u otra dirección, con la misma exasperación y la misma rabia. Estas escogencias no son estúpidas: la gente construye sus preferencias sobre el menú de opciones real, concreto, que tiene a la mano, no sobre uno imaginado (y más bonito). Pero el resultado termina siendo muy negativo. Cuando triunfa la opción clientelista y parasitaria, la fiesta tiene un límite, que establece el desarrollo de las capacidades productivas, y el guayabo es durísimo. Entonces viene la exclusión cruda, brutal, frecuentemente apoyada en la violencia al rojo vivo, cuyo objetivo es liberar las fuerzas del mercado y destruir cualquier función regulatoria que se atraviese en su camino.
No hablemos ya de nuestra propia historia: una democracia que no se puede reducir a pura cortina de humo, crecimiento económico casi continuo y a la vez concentración de la riqueza y sobre todo de la tierra, de tal magnitud que la única manera de defenderla ha sido con una combinación de acceso de sectores acomodados a los grandes medios de violencia, ataques letales contra la población y corrupción (a niveles extraordinarios). Eso derivó en una democracia homicida, por la que muchos aún suspiran, marcada por historias de horror masivas y cuyas principales oposiciones fueron proyectos armados destructivos a más no poder. Además, la ineficiencia asociada al mundo latifundista y al de los empresarios cuyo éxito depende de sus contactos y redes de amiguitos pesa como una losa muerta sobre todos nosotros (sí, también sobre políticos honestos y empresarios más competentes). Llevamos ocho décadas mal contadas en esas.
La literatura conoce este tipo de tragedias históricas como “la trampa del desarrollo medio”. Pero, en realidad, no afecta solamente a los países que están en la mitad de la escala. Según Jeffrey Sachs, por ejemplo, los Estados Unidos en la actualidad son prisioneros de un doble consenso. Por una parte, sus políticos quieren seguir haciendo guerras (y teniendo presencia militar mundial, para expandir la OTAN, ser “duros con China” y con Rusia, etc., etc.). Por otro lado, sus ricos no quieren pagar impuestos. Pero las guerras y las armas de alta tecnología son carísimas. Los dos factores combinados generan un déficit fiscal prohibitivo, pero a la vez una seria dificultad para superarlo.
En las trampas históricas se cae por medios humanos, y por medios humanos se debe tratar de salir de ellas. ¿Se puede sin pasar por desastres mayúsculos? Esa es otra cuestión. Pero cualquier actor que pueda tener incidencia positiva en el espacio público debe operar sobre el supuesto de que sí es posible, aunque el camino sea estrecho: pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad, como dijo el pensador italiano.
Por eso, me alegró que el Gobierno se haya sentado con los cacaos, con sectores de la oposición, etc., a buscar precisamente eso: salidas viables, responsables. Es un paso muy positivo, pero que además se da en un momento en el que los retos que tenemos y las cartas con las que contamos están ya sobre la mesa. Colombia bajo ningún motivo debería volver al viejo modelo de gobernar a bala. Además, si vuelve, el costo será inenarrable, entre otras cosas porque el voto de izquierda ya no se cuenta por las decenas de miles, sino por los millones. A la vez, las inclusiones masivas que necesitamos, para ser sostenibles, se deben construir sobre la base de más inversión y del desarrollo de las capacidades productivas. Todo esto, administrando, manteniendo y mejorando los patrimonios institucionales del país, que son un resultado histórico complejo, a partir del cual se puede construir.
¿Será posible? Es, por lo menos, una oportunidad única. Ojalá la aprovechemos.