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EDUARDO POSADA CARBÓ HA VENIdo impulsando, a través de sendas columnas en El Tiempo, un debate contra el llamado “artículo canguro” de la ley 190, que saca del censo electoral a los abstencionistas.
Según Posada, aparte de ser una violación de la democracia en general —la abstención es un derecho reconocido; de un plumazo se deshabilitan electoralmente a 15 millones de personas—, el artículo contiene un brutal sesgo contra un partido, el Polo Democrático, que se abstuvo en la segunda ronda de la anterior elección. Poco después, Santiago Montenegro, en este diario, salió a apoyar a Posada.
También yo quisiera unirme a las aún pocas voces que se oponen a esa absurda iniciativa (que me resisto a asociar a la imagen del canguro, un animalito simpático). Ya tendré ocasión de referirme con algún detalle al asunto. Ahora quisiera resaltar otro aspecto de la campaña de Posada, que me parece tan importante como el contenido mismo de la discusión que quiere adelantar. No les he preguntado explícitamente ni a él ni a Montenegro si sienten alguna afinidad por el Polo, pero mi primera intuición es que no tanto. Vienen de otras tradiciones, tienen otro formato mental. Sin embargo, hicieron sonar las alarmas apenas vieron que se estaban violando las reglas del juego en contra de ese partido.
Esto me parece un signo inequívoco de integridad. Siempre que uno tenga preferencias más o menos marcadas, atacar las ideas contrarias y apoyar las propias es cosa cómoda (no digo que fácil; a estas alturas ya no creo que nada sea fácil). Pasar la línea y salir a defender los derechos de quienes militan en otra posición, eso ya es otro cantar. Supuestamente es la prueba ácida del espíritu democrático. A menudo se saca a relucir la famosa frase atribuida a Voltaire: “No estoy de acuerdo con tus convicciones, pero estaría dispuesto a morir para defender tu derecho a expresarlas”. Pero el contenido de esa frase rara vez se ve realizado en la práctica.
A propósito de ello, hay un viejo e importante debate, universal pero que se ha vivido muy fuertemente aquí por nuestra larga convivencia entre democracia y violencia. ¿Basta con tener instituciones bien diseñadas para alcanzar la paz civil, o se necesita adicionalmente de un cierto estado de ánimo, de las emociones adecuadas, digamos? Vimos recientemente cómo Paul Krugman afirmó que, de proseguir la legitimación del discurso “eliminacionista” por parte del ala extrema republicana, los estadounidenses no podrían evitar vivir horas de violencia muy amargas. Implícitamente, parecía sugerir que incluso con buenos diseños institucionales si un gran partido de masas se sale “en el corazón” del espíritu de convivencia, es imposible detener la carrera hacia el abismo. En Colombia, estuvo de moda durante algún tiempo pregonar la extrapolación de los sentimientos privados al ámbito de lo público (el derecho a la ternura, el llanto como expresión de corrección política, etc.), pero esa era una falsa solución, trivial y demagógica, a un problema serio. ¿Qué se necesita, qué nos falta? La pregunta seguramente esté abierta.
Darío Echandía alguna vez dijo que los colombianos confundíamos “emotividad” con “acometividad”, y que esa era la fuente de muchas de nuestras desgracias. Si uno es emotivo es capaz de sentir empatía por todos los miembros del cuerpo político. Si es “acometivo” sólo llora a los suyos. La campaña emprendida por Posada no sólo tiende a mejorar los diseños institucionales, sino a reemplazar la acometividad por emotividad genuina.
