En las últimas semanas hubo dos noticias judiciales que, con seguridad, serán devoradas rápidamente por la gran cacofonía nacional. Es una lástima, pues revelan de manera desgarradora, no sé si la verdadera naturaleza de nuestra guerra –esa que se intentó cerrar con el Acuerdo de 2016–, pero al menos una parte de ella que no debería pasar desapercibida.
La primera es la captura de Saúl Severini a principios de septiembre. Seguramente, a la gran mayoría de los lectores de este diario ese nombre no les dice nada. Pero, a su manera, fue protagonista. Gran ganadero del Magdalena, heredero de un poderoso terrateniente, estrella del mundo gremial, un señor a carta cabal (como el finado Ñeñe, como tantos otros), encabezó una auténtica historia de horror en los municipios de Pivijay y Chibolo, donde, de consuno con las respectivas unidades paramilitares, estuvo asociado a homicidios, despojos y masacres, incluida posiblemente la de Nueva Venecia, que costó la vida a más de 30 personas. Lo señalan como orgánico paramilitar, pero en realidad estaba por encima de la tropa; conversaba directamente con Jorge 40 y usaba sus contactos no solamente con el mundo de las autodefensas sino con el de la política para consolidar y expandir su dominación violenta. Pues sí: es que mientras matoneaba con absoluta impunidad a campesinos y pobladores, recibía en su hacienda a políticos de alcance local, regional y nacional. La red de despojadores a la que estaba asociado copó el poder departamental. Llegó a ser intocable. Tengo frente a mí expedientes judiciales de paramilitares rasos que decían que era una de las únicas personas a las que realmente temían.
Y esta semana condenaron a José Miguel Narváez por el secuestro de Piedad Córdoba. La opinión está un poco más familiarizada con este personaje, porque fue el subdirector del DAS de Uribe, que quedó al servicio de los paramilitares. Piensen bien y digieran eso: el instrumento de inteligencia de la presidencia capturado por unos brutales asesinos.
Pero tan jugoso como aquello fue el papel de coordinador de Narváez. Este, una persona de indudable inteligencia, era una especie de ideólogo extremista, al que a veces los propios paramilitares tachaban de exagerado. Pues bien: lo vemos a lo largo de la década de 1990 como catedrático de la Escuela Superior de Guerra y asesor de diferentes grupos de militares y de inteligencia. Al mismo tiempo, estaba íntimamente vinculado a los Castaño y a otros combos paramilitares. También tenía toda clase de nexos con el sector privado. De nuevo algo para pensar y procesar: un tipo capaz, con una ideología completamente asesina, enseñándoles sus brillantes ocurrencias a los oficiales de alta graduación del ejército. Lo que, además, suscita numerosas preguntas: ¿cómo llegó hasta allí? ¿Quién lo puso? ¿Quién lo sostuvo? Porque su actividad como catedrático no estuvo rodeada de libros, reseñas y publicaciones, sino de hechos de sangre y de comercio activo con algunos de los más sangrientos hampones que ha tenido este país.
Ya tendré tiempo de volver a Severini y Narváez, cuyas vidas agitadas darían para muchas reflexiones. Pero por el momento déjenme recordarles que estas personas pudieron cometer sus atrocidades porque gozaron de toda una serie de protecciones institucionales y sociales incluso después de que la naturaleza absolutamente criminal de su actuar fuera, ese sí, un hecho notorio.
Esa es una de las razones por las que, cuando leo las jeremiadas de Bruce MacMaster, quedo patidifuso. “Desde la ANDI –dice– hemos condenado todos los ataques indiscriminados contra poblaciones civiles (…) en Palestina, Ucrania o Colombia”. Paja. Calló durante años frente al brutal asesinato y despojo de miles de colombianos. De hecho, la ANDI incluso se opuso a la gestión de los derechos campesinos en el congreso. Y nunca dijo ni mú sobre los Severini y los amiguitos del bien conectado doctor Narváez. Espero contraejemplos.
Buena idea sería sincerar las cuentas, para avanzar y mejorar.