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ALGUNA VEZ UN DIRIGENTE CONSERvador de la década de 1930 —creo que fue Abel Carbonell— comparó al Partido Liberal con una "muchacha casquivana", que por tratar de llamar la atención a muchos pretendientes, terminaba perdiéndolos a todos.
Me imagino que esta metáfora ya no causará tanta impresión como cuando fue enunciada. El mundo de lo privado sobre el que se basaba voló en pedazos. Aún así, se siente su poder a la distancia. Y, sobre todo, captura bastante bien los dilemas históricos del centro político colombiano cuando se arropa en un programa reformista. Por una parte, trata de buscar todos los apoyos posibles para sacar adelante sus propuestas. Por otro, al hacerlo pierde coherencia, lo cual debilita su capacidad de acción. Al final, termina siendo incapaz de cumplir sus expectativas y, como la casquivana de Abel, queda mal con todos sus galanes.
La Unidad Nacional se encuentra precisamente en ese trance. Ha logrado conformar una supercoalición que, en teoría, le tendría que permitir sacar adelante básicamente cualquier propuesta, incluyendo reformas a la Constitución (por desgracia, reformar la carta de 1991 es deprimentemente fácil. Haber tenido una “constitución de plastilina” permitió muchos de los fenómenos negativos del pasado inmediato. Aunque eso es tema para una reflexión aparte). Pero hemos visto que en la práctica lograr aprobar cualquier iniciativa, hasta las que son ampliamente apoyadas por la opinión pública, se vuelve una batalla campal. En estas batallas, la casi totalidad de las heridas son producidas por fuego amigo, básicamente proveniente de la U (especialista en poner Barreras) y de la colectividad azul. El Estatuto Anticorrupción es un buen ejemplo de esto. La rebelión del partido conservador parlamentario —marco esta especificidad, pues los conservadores en el Ejecutivo se orientan por otra lógica— complicó tremendamente un proceso que por su propia naturaleza tendría que haber sido rectilíneo. Cualquier paso, por pequeño que sea, termina siendo negociado con el presidente, en medio de espectaculares reconciliaciones que dejan abiertas todas las heridas y sin solucionar todos los temas.
Este método implica dos peligros muy serios. En primer lugar, que las figuras que se desgasten más en el ir y venir de las acusaciones mutuas sean precisamente los adalides de las reformas, los que tienen las ideas, el impulso y el capital político para hacerlo. En el caso que nos interesa, ministros como Vargas Lleras y Juan Camilo Restrepo. En segundo lugar, que por acomodar los intereses de los adversarios de las reformas dentro de la coalición, éstas comiencen a pasarse por agua, a edulcorarse, hasta que pierdan su capacidad de transformación. Es decir, que se genere una “neutralización desde adentro”.
La Unidad Nacional del presidente Santos cuenta con una base social y electoral muy sólida, que no han menoscabado ni los malestares de los nostálgicos, ni la oposición de los múltiples intereses que serán afectados por cambios básicos en la estructura del Estado, ni la oposición a sus errores. Pero la popularidad es para gastársela. En ocasiones, será mejor apelar a la opinión y utilizar todo el enorme margen de maniobra que tiene el Gobierno, que negociar repetidas y sórdidas pataletas. Por lo menos respecto de algunas reformas cruciales, en las que el país se juega su futuro por años y años —restitución de tierras, reforma a la estructura del Estado y separación de las agencias estatales de la influencia de la mafia, regalías—, el método adecuado no podrá ser ceder hasta lo inocuo para mantener cohesionada a la coalición. El camino contrario es caer en la trampa histórica que ha atrapado al centro reformista en este país.
