Era inevitable que la condena a Álvaro Uribe, quien ha sido uno de los protagonistas de nuestra política por casi tres décadas, sacudiera los cimientos de nuestro sistema político. Pero se trata de una terapia de choque necesaria.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Más allá de todo el alboroto, al veredicto de la valiente jueza Sandra Heredia se le ha hecho la casi única objeción de que estuvo políticamente motivado. Por desgracia para quienes sostienen aquella hipótesis, la contraevidencia es abrumadora. De hecho, como ya lo han señalado muchos, la trama que terminó con este desenlace fue puesta en movimiento por Uribe mismo cuando denunció al senador Iván Cepeda –una figura cuya integridad, paciencia y valentía brillan con luz propia– por sus debates acerca del desarrollo del paramilitarismo en Antioquia y Córdoba. Esto ocurrió durante un gobierno de centro, el de Santos. La contradenuncia de Cepeda fue encontrada creíble por la Corte Suprema durante un gobierno de derecha, el de Duque (en 2020, si no me equivoco). Entonces, Uribe renunció a su curul en el senado –algo que había prometido no hacer–, dando inicio a la última etapa del culebrón judicial que terminó esta semana. Durante ella, la justicia colombiana encontró una y otra vez que las pretensiones de Uribe eran infundadas. No quiero recordar los intentos de retardar el proceso para que prescribiera, o los viejos y recientes complots por parte del círculo cercano a Uribe. Claro: como se trata de una persona extremadamente poderosa, hubo quienes trataron de mantener su impunidad. Piensen en Barbosa, el fiscal de Duque, y en algunos otros pobres diablos con ínfulas, que también pululan en esta historia, como agentes del incriminado o como grotescas comparsas: gentes como el abogángster, Abelardo el Destripador, y tantos otros indeseables.
Todo esto hace mucho más desorbitado y absurdo el comunicado de Marco Rubio sobre el veredicto. Se trata, como han dicho figuras periodísticas y políticas de muchos lados del espectro político, de una intromisión intolerable. Vergüenza para los que callan frente a ella. Tengamos siempre presentes los siguientes tres detalles. Primero, en las democracias los jueces son independientes del ejecutivo. Es verdad que el amo de Rubio intenta anular ese diseño básico en su propio país, pero no tiene ningún derecho a imponerle ese camino al nuestro. Segundo, los Estados Unidos no están en posición de dictarnos ninguna clase de lecciones. Viven una crisis sin precedentes. Su presidente es un delincuente sexual condenado (una de sus mejores razones para deplorar la independencia judicial), y ahora encubridor de una terrible red pedófila. Ha intentado meterse en Brasil para defender al autoritario Bolsonaro (también condenado por actos que rayaban en la pedofilia). Mejor que las autoridades estadounidenses comiencen a tratar de enfriar la caldera que está a punto de explotarles en casa. Y tercero: el encargado de negocios de los USA en Colombia no parece darse cuenta de que está cultivando una dosis enorme de malestar y mala voluntad en uno de los pocos países en los que, por complejas razones históricas, los Estados Unidos solían gozar de popularidad y ser un referente para muchos sectores. ¿Tiene esto sentido, en medio de un aislamiento y una hostilidad global crecientes? Hasta para velar por sus propios intereses, le convendría explicarle al Pequeño Marco –el apodo que le puso Trump a Rubio: reconozcámoslo, es perfecto– que sería mejor que se calmara.
Claro: ya hay una larga lista de periodistas y políticos queriendo reptar frente a Little Marco. Allá ellos. Dime ante quién te arrastras y te diré quién eres. Pero el punto es que no es la jueza quien tiene que salir a dar explicaciones sobre su fallo, que a cambio del cimbronazo nos ofrece lecciones buenas y fundamentales (nadie está encima de la ley, etc.). Quienes deben dar explicaciones son los promotores de un proyecto que no parece poder mantenerse, ni retórica ni factualmente, dentro de nuestra legalidad.