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Oyendo la defensa de la ahora exministra Abudinen, uno siente que está hablando de accidentes casuales. Un poco como cuando en ciertas comedias se le cae al niño de nueve años el jarrón de la dinastía Ming. “¡Se rompió!”, grita el infante. Desliga completamente el movimiento de su brazo del resultado final. Es el mismo formato mental del presidente Duque. “La ministra Abudinen es una persona honorable”, nos informa. Bueno saberlo. ¿Y a mí, como ciudadano colombiano, qué me importa? No la voy a invitar a un café, no pienso ser su fiador. Pero, como ciudadano, exijo que proteja los recursos públicos. Precisamente lo que no hizo. Y no fue por casualidad, sino porque al amigo del amigo del amigo —pues así es como se hacen las cosas en nuestro querido país— se le abren las puertas de par en par.
A propósito, me surge una duda. En Colombia los billetes han de tener una marca misteriosa, que les identifique a los que están en el secreto si es dinero para los pobres o dinero normal (este es mi pequeño aporte al turbulento mundo de las teorías de la conspiración). Pues, durante los últimos lances de la reforma tributaria, los economistas del oficialismo nos informaron aterradísimos que si no se aprobaba se desfinanciarían los programas sociales para los pobres. Sin embargo, el dinero normal, el no marcado, se ha podido feriar con la mayor alegría del mundo.
Mucha gente no se ha podido meter en la cabezota que estas cosas tienen consecuencias. Tomen la última encuesta de Datexco, una fuente a la que nadie podría calificar como antigubernamental. Es, para usar las palabras de ese fino crítico literario que es nuestro embajador en España, “neutra”. Y de hecho presenta muy bien datos de alto interés, que nos dicen en esencia que estamos presenciando en vivo y en directo una verdadera catástrofe institucional. El Banco de la República, por ejemplo, rara vez el epicentro de pasiones negativas, concita ya más opiniones desfavorables que favorables. Los medios de comunicación están en caída libre —a mi juicio, en buena parte merecida—: con sólo 16 % de favorabilidad, son más repudiados aun que Duque, lo que ya es mucho decir. ¿No será momento de meterle un poco de análisis y de autocrítica al asunto? Peor aún están el Congreso y los partidos (12 % contra 82 % y 10 % contra 81 %, respectivamente). El empresariado no quedó a cubierto de esta oleada de malestar. En octubre de 2016 disfrutaba de un holgado margen de simpatías (54 % de favorabilidad contra 34 % negativo). Hoy se redujo a 3 %.
Sin embargo, la tendencia más de fondo y más fundamental es que el teflón de la fuerza pública se rayó del todo: un favor que ella tendrá que agradecerle a la frívola proclividad a la violencia de Duque y del actual liderazgo del establecimiento de seguridad. El Ejército, que había mantenido sus tasas de aprobación incluso en medio del horror de los mal llamados falsos positivos, ya carga sobre sus espaldas más calificaciones negativas que positivas. Pero nada comparable a lo de la Policía, que pasó de 57-33 (es decir, 24 puntos adicionales de favorabilidad) a 32-63 (un fardo de 30 puntos adicionales de evaluaciones adversas). No hablemos ya del Esmad (27-64).
¿Saben quiénes se salvan de este naufragio? Los líderes sociales, que defienden con su pellejo el territorio y el derecho de los suyos (65 contra 22). Sí, la generosidad y la valentía cuentan.
En este contexto, se pregunta uno qué tendrá en la mente el director nacional de la Policía para poner el peso institucional que pueda tener detrás del falso positivo judicial contra el desmovilizado de las Farc Harold Ordóñez, una persona que parece haber adoptado de manera ejemplar las banderas de la paz (recomiendo el artículo sobre esto del destacado profesor de la Javeriana Carlos Duarte).
Sigan por ese camino…
