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Cuentas claras y chocolate…

Francisco Gutiérrez Sanín

15 de agosto de 2025 - 12:05 a. m.

Lamento de veras la muerte de Miguel Uribe. Sin reatos. Ya habrá tiempo para evaluar su trayectoria política. Por el momento, no quiero ni imaginarme cómo se debe estar sintiendo su familia, que ha sufrido una cuota de tragedias tremenda. Para no hablar de la dimensión pública de este asesinato: el país tendría que estar enfocado en sacar las armas de la política.

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La coyuntura ha servido para que algunas voces planteen ideas valiosas y además apropiadas para este momento de luto. Verbigracia, el congresista Turbay, tío de la víctima, sugirió pensar un acuerdo nacional con reglas de comportamiento para todas las fuerzas. Esa podría ser la ruta.

Por desgracia, voces como las de Turbay han quedado en sordina, gracias a una cacofonía agresiva, que se alimenta no del estado de ánimo del grueso de la población o de eventos emergentes, sino de su propia rabia. Su narrativa es simple, aunque de alguna manera sorprendente, porque explora nuevos terrenos: el asesinato de Miguel Uribe tiene que ser culpa del gobierno, porque polarizó.

Ella tiene dos características. Primero, no apela a ninguna evidencia, sino a odios compartidos. Por ejemplo, un congresista que alguna vez fue caracterizado como el más tonto entre sus colegas, dijo que Uribe Turbay había caído bajo las balas del narco-comunismo. Nada que demostrar: es evidente. El principio es que la mentira, entre más descabellada, repetida y truculenta, más se va pareciendo a la verdad. Algún lector acaso recordará un maravilloso cuento de Borges sobre el tema, aunque en un contexto menos criminal y más constructivo. Segundo: denuncia las palabras críticas dirigidas contra Uribe Turbay mientras estaba en vida, como si hubieran causado su deceso (algo sobre lo que, permítanme recordar, no hay una sola evidencia plausible), pero usa un lenguaje mucho más virulento y lleno de veneno que el que está atacando. Los adalides de tal retórica parecen no darse cuenta de la grotesca contradicción en la que incurren.

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Sí: puede ser una inadvertencia. O, peor aún, tal vez in pectore desean causar los males que están denunciando. Porque aquí hay una versión muy envilecida y muy brutal de una vieja tonada, según la cual hay muertos llorables y otros no: indignación nacional, para referirme al amarillista titular de El Tiempo, ante un asesinato, pero cuando algún hijo de mala madre se burla de los familiares de las miles de víctimas de los llamados falsos positivos, callan (o le hacen fiestas). Rabia ante el secuestro –la comparto plenamente–, pero silencio mortífero frente a la desaparición forzada. Espanto ante la voladura de los oleoductos (fantástico, lo necesitamos), pero indiferencia cómplice frente a las masacres o el genocidio contra la UP. Y así sucesivamente.

Las dos hipótesis con las que inicié el párrafo anterior son aplicables a Abelardo el Destripador. Los dedos de frente que le faltan lo hacen mi figura predilecta entre su fuerza, porque dice lo que los demás sólo piensan o avizoran. La idea punitiva de aplastar a la población que no se comporte hace parte del proyecto político al que pertenece el Destripador, y ha dado origen a políticas públicas que enlutaron ya a decenas de miles de colombianos: desde las Convivir hasta las ejecuciones extrajudiciales, pasando por la denuncia de cualquier crítico como terrorista. Las estructuras de poder que implementaron esas políticas chorrean sangre por todas partes (como muestro, junto con el profesor Bladimir Ramírez, en el podcast del Observatorio, pero es solo un ejemplo, aunque poderoso, entre muchos). El problema, Paloma, no es que ustedes quieran defender la democracia; quieren garantizarse la impunidad para volver a las andadas.

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Seguiríamos vadeando entonces entre ríos de sangre. Hay otra opción: buscar solucionar los problemas, aprovechar la alternación en el poder para el fortalecimiento democrático, ir saliendo de las dinámicas homicidas. Es bien probable que no la tomemos, pero quiero dejar la constancia de que estaba allí.

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