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Y llegó el día: Donald Trump tomó posesión como presidente de los Estados Unidos, rodeado de su séquito de tecno-oligarcas, extremistas y granujas (con las respectivas áreas de intersección). Algunos se hacen a la cándida ilusión de que en todo caso seguiremos en el mundo de la política convencional, en lo de siempre. No. Nos dirigimos a un territorio nuevo, inexplorado, muy duro y muy imprevisible. Claro, todo cambio político y social (incluidas las revoluciones) mantiene continuidades fuertes, pero lo más importante en este momento es recordar que un montón de reglas de juego, convenciones y seguridades que hemos tomado por dadas volarán en pedazos (ya lo están haciendo). Esto afectará de manera más o menos inmediata a todo el mundo (literalmente), dado el peso económico, político, militar y cultural de los Estados Unidos. A los daneses, a los canadienses, mexicanos y panameños (¿alguien se imaginó hace seis meses que tendrían que mirar el futuro con aprehensión?). Y, por supuesto, a nosotros.
Es notable que muchos de los parámetros (escepticismo frente a la OTAN, endurecimiento frente a Europa) de este brusco giro no hacen parte del libreto geopolítico convencional. Vendrá más por el estilo.
Tres interpretaciones ampliamente difundidas del triunfo de Trump, aunque en principio verosímiles, NO ayudan a entender lo que sucedió. Por el contrario, pondrán una y otra vez a los defensores de la democracia y la inclusión social contra la pared. La primera es que los electores fueron increíblemente tontos y votaron en contra de sus intereses. Cierto: el gran y feroz ensayista gringo H. L. Mencken decía algo así como “nunca he perdido mi dinero cuando apuesto a favor de la estupidez del pueblo americano”. Pero, en este caso, diversos analistas han mostrado en detalle que tuvo buenas razones para votar como lo hizo. La segunda es que la tendencia de Trump es una especie de deriva sicopática, un “paréntesis” en la trayectoria democrática estadounidense (una visión frente a la extrema derecha que tiene una venerable tradición). De nuevo: no faltan las evidencias en ese sentido. El movimiento y el gabinete de Trump están llenos de personajes esperpénticos y con tendencias francamente delincuenciales (no se olviden por lo demás que el nuevo presidente ya fue condenado por varias fechorías). Esto no quiere decir que no tengan un programa ni que sean incapaces de implementarlo. Sí que lo tienen. Y si algo se puede encontrar en Estados Unidos es ejércitos de especialistas competentes, capaces de ponerlo en movimiento. Ya lo veremos (vemos) en acción, también aplicado a América Latina.
La tercera es que al mundo le estaba yendo muy bien, que todo estaba organizado y bonito. De pronto con exceso de corrección política. Hasta que unos tipos siniestros (quizás apoyados en las redes sociales) decidieron dañarlo. No. Es verdad que Trump desmontará muchos derechos y desestabilizará instituciones básicas para la convivencia. Pero su victoria, como suele suceder, es el resultado del ascenso de un conjunto de fuerzas sociales y del descenso de otras. En particular, la descomposición del orden global liberal, sus errores y horrores, han abierto una y otra vez en diversas latitudes las puertas a fenómenos como estos. Comenzando por el hecho de que Trump está prometiendo apagar la guerra entre Rusia y Ucrania y apaciguar Gaza. En el primer escenario, el jingoísmo occidental nos llevó al borde de una guerra nuclear. En el segundo fue cómplice de una espantosa matazón y del gobierno genocida que la llevó a cabo.
Las explicaciones fáciles, entonces, no nos van a servir. Mejor mirar el fenómeno con cuidado para orientarnos en el mundo. Aunque produzca depresión y dolor de cabeza. Algo análogo puede decirse del ataque del ELN en Catatumbo. No cejar en la paz, pero condenar estas salvajadas. Confrontar políticamente al ELN y apoyar a la población civil. Es el momento de demostrar la solidaridad con el Catatumbo y sus organizaciones sociales.
