No me molesta que critiquen a la izquierda. De hecho, me encanta. Lo mismo puedo decir con respecto del centro y la derecha. Las críticas tienen el potencial de mejorar el desempeño, y ayudar a encontrar vacíos y problemas en las respectivas visiones del mundo. Estoy convencido de que muchos reproches, incluso aquellos que tengan su dosis de veneno (con tal de que no sea letal), deben ser respondidos sin hostilidad gratuita. Y creo que cada una de aquellas corrientes podría mejorar sustancialmente si afinara su capacidad de evaluar críticamente su propia trayectoria.
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Por eso, escuché con atención las críticas que hizo Peñalosa contra la izquierda. Su argumento es que la democracia colombiana ha hecho mucho por la gente de las regiones olvidadas. La izquierda, en cambio, no. La infraestructura que ha llevado esa democracia ha mejorado sustancialmente el nivel de vida, y la izquierda no participó en ninguno de esos esfuerzos (el lector puede encontrar el argumento completo en https://x.com/EnriquePenalosa/status/1907105938764402815).
Por desgracia, todo esto es un mazacote y muestra lo fácil que es producir enunciados absurdos en nuestra vida pública. Que también ellos circulen en los países a los que, con nuestro característico complejo de inferioridad, muchos observadores miran de abajo a arriba, como los Estados Unidos, es apenas un consuelo de muchos.
La primera cuestión que habría que preguntarse es de dónde saca Peñalosa esa división a rajatabla entre “democracia” e “izquierda”. ¿Entonces lo que está proponiendo es un régimen purgado de una de las grandes corrientes que ha construido la modernidad política, y que hoy, en sus puntos más bajos, agrupa entre el 20 y el 30 % de las preferencias de los colombianos? ¿No hay izquierda democrática? Si lo que está haciendo es un contraste entre el gobierno Petro y sus predecesores, entonces está comparando 200 años contra cuatro.
Afirma Peñalosa que ha habido progresos reales, y da como ejemplo el reemplazo del cocinol, un combustible para uso doméstico, por el gas, hace unas cuantas décadas. Cierto: fue un significativo avance para los hogares populares, que entre otras cosas se dio por una fuerte presión desde abajo (otro de los aportes de las juntas de acción comunal a este país). Y que se haya construido infraestructura, que hayan mejorado los ingresos de la población, es indudable.
Pero esta constatación no puede dar pie a construir esa plácida historia de progreso gradual, que no tiene pies ni cabeza. En términos agregados, algunos aspectos claves de nuestra desigualdad extrema no mejoraron. Empeoraron. Piénsese en la concentración de la tierra. Y empeoraron en medio de crímenes aterradores, permitidos, aupados, promovidos por esa democracia, y dirigidos contra las poblaciones de las regiones excluidas, por las que Peñalosa dice que su corazoncito sangra. Esto incluye la destrucción a sangre y fuego de un partido de izquierda, por si Peñalosa no lo quiere recordar.
Eso ha salido a la luz una y otra vez, con evidencia masiva, en los ámbitos judicial, académico y periodístico, y lo está ratificando, por enésima vez, el juicio al expresidente Uribe. Allí se ha hablado de su participación en el nacimiento del Bloque Metro de los paramilitares. En algún momento tendré que salir de la coyuntura y dedicar una columna a ese Bloque, porque constituye una historia de horror importante que, además, mina muchos lugares comunes. Independientemente de lo que concluya el juicio, está ya firmemente establecido que el Metro apareció muy democráticamente, de la mano de ganaderos, políticos prominentes y sectores de la fuerza pública, y que masacró, asesinó, despojó y torturó a decenas de miles de campesinos. También una forma de presencia de nuestra democracia en las regiones.
Parte de la promesa de la democracia consiste en que la probabilidad de que aquellas pesadillas ocurran disminuye cuando hay alternación real en el poder y controles ciudadanos sólidos. El discurso de Peñalosa va en contravía de tales protecciones. Contribuye al deterioro democrático.