El 2023 comenzó con numerosos signos de alarma para la democracia, especial, pero no únicamente, en América Latina. En Brasil, los bolsonaristas vandalizaron varios edificios gubernamentales, imitando la técnica de la asonada creada por Trump en Estados Unidos para bloquear la alternancia pacífica en el poder. En el Perú, la cosa es más confusa. El último episodio de la interminable crisis política del hermano país –después de Fujimori son poquísimos los presidentes peruanos que han terminado su mandato– se desarrolló a grandes rasgos de la siguiente manera: Castillo, que no había hecho un buen gobierno, intentó una suerte de autogolpe. De ahí resultó su destitución por el Congreso, que en todo caso ya se estaba cocinando. Pero el Congreso mismo está enormemente desprestigiado, y las causas contra Castillo no parecen muy claras (al menos hasta el amago de autogolpe). Todo esto produjo movilizaciones a favor del presidente, contra su sucesora, y por elecciones anticipadas, que han sido contenidas a punta de física bala.
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No hablemos ya del brutal cierre de Nicaragua, ni de las dinámicas autoritarias que marcan a El Salvador y a Guatemala en años recientes.Ahora bien: no es que las cosas estén pendiendo de un hilo. Contra lo que han dicho varios medios internacionales, el episodio brasileño fue más bien la proverbial repetición como farsa de una tragedia genuina. El Congreso de ese país no estaba funcionando, y además no tiene las funciones electorales de las que goza el de Estados Unidos (que, hasta Trump, se consideraban puramente convencionales). Lo de Perú hunde un cuchillo en heridas territoriales y sociales que no dejaron de supurar después del fin de la guerra protagonizada por Sendero Luminoso. No es sino ver cómo les gritaban a algunos manifestantes “terrucos”, es decir, senderistas, o más bien terroristas de regiones específicas del país. Pero esta es solo una ilustración de tensiones bien arraigadas. Además, deja ya un brutal reguero de sangre. Sin embargo, la lucha en las calles se da alrededor de la agenda de transición (cuándo serán las elecciones y, claro, quién será o no destituida), y por consiguiente parecería ser, en principio, manejable.
Aún así, estas refriegas no se pueden tomar a la ligera, pues revelan a las claras que hoy contamos con un patrón bien establecido, plenamente operacional, para socavar a las instituciones democráticas desde adentro. Ese patrón, al menos el asociado a la extrema derecha internacional, tiene dos características. Primero, algo obvio pero que es mejor recordar siempre, no es una invención de cero, sino que corresponde a las características, patrimonios y tradiciones de cada país. Segundo, está articulado a redes globales, y recibe de ellas muchos de sus motivos (lucha contra la ideología de género, por ejemplo) y de sus técnicas. Entre estas últimas están la asonada, la “acción intrépida” –para recoger un término caro a nuestra propia tradición— y la guerra jurídica permanente contra figuras o altos funcionarios incómodos. Por esta vía, a propósito, fue que Bolsonaro llegó al poder.
Este último instrumento es particularmente torvo, pues su efecto (creo que deliberado) es causar confusión y crear un ambiente en el que todos los gatos son pardos. Y además debilitar y asesinar moralmente a figuras odiadas por la derecha radical. De paso, esta trata de apropiarse de la disputa jurídica estratégica en nombre de la agenda global de la lucha contra la corrupción. El intento de enlodar al Mindefensa colombiano es un buen ejemplo de la técnica. Desde Guatemala se abrió causa contra Velásquez, y de inmediato la oposición (por boca de Turbay) exigió su renuncia. Recogiendo lo que resaltó este diario en un editorial; creo que eso de facto alinea —una vez más— a la derecha dura colombiana con la corrupción en gran escala. Pues esa es la característica fundamental del gobierno guatemalteco actual, que detesta a Velásquez precisamente por haber destapado grandes torcidos en ese país.