Quedó disipada la duda mediática de las últimas semanas: Colombia está ya descertificada. Sin embargo, no le impusieron sanciones. Ambas medidas son entendibles. Los Estados Unidos siguen en su plan de volver a imponer la disciplina a América Latina –el gran punto de acuerdo entre dos facciones trumpistas: los cruzados de la Guerra Fría, como Marco Rubio, y los destructores del orden liberal global, como Steve Bannon–, pero a la vez tienen que andar con cuidado, pues Colombia tiene una larga tradición pro-USA, algo a preservar en un contexto de creciente hostilidad y malestar. No golpean a sus amiguitos, pero mandan una señal.
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¿Pero cuál? El absurdo mecanismo fue ideado como un instrumento político y moral, en el momento en el que los gringos se encontraban en la cúspide de su legitimidad global. Era, en teoría, un instrumento por medio del cual se tutelaba la democracia colombiana de la influencia de los narcos, de la guerrilla y de los paramilitares. No hay sino que recordar cómo hablaba a mediados de la década de 1990 el embajador Frechette. La lectora podrá decir que tal retórica era falsa. De acuerdo: pero resultaba al menos parcialmente creíble para la derecha, el centro y la izquierda colombianos. De hecho, había otra certificación, en derechos humanos, que les producía también pánico a nuestros equipos gubernamentales. No era bueno que las denuncias de las violaciones extremas que se producían acá llegaran a oídos del Tío Sam. Se hablaba entonces de traición a la patria.
Hoy, los Estados Unidos se encuentran en medio de una extraordinaria deriva autoritaria y racista, a la cual espero dedicar la próxima columna, si la incansable coyuntura me lo permite. Ella también se expresa en sus relaciones con América Latina: ver la absurda agresión a Brasil, junto con castigos económicos, para proteger al golpista Bolsonaro de sus problemas judiciales, algo que el pequeño Marco también intentó aquí con Uribe. Los escándalos de corrupción y abuso sexual por parte del liderazgo de los Estados Unidos no dejan de asombrar por lo enormes y continuos; sus extravagancias, tampoco. Hoy la expresión “república bananera” ha perdido mucho de su sentido, porque, en punto a idiosincrasias a la vez risibles y aterradoras, Trump y los suyos tienen poco que envidiarles a los jefazos que mandaron durante décadas por estos lares.
Desde el buen Maquiavelo, sabemos que el análisis político no puede ser reemplazado por la denuncia moral; pero sí tiene que considerar con detalle las dimensiones morales de la acción política (algo que hacía muy bien Maquiavelo mismo). La certificación era un típico caso en el que un país hablaba a otro desde una moralidad superior y un compromiso con objetivos (como la defensa y la estabilidad de la democracia, la lucha contra los criminales, etc.) compartidos por partes muy sustanciales de la población, los políticos, la tecnocracia y la intelectualidad, de ambos. Eso desapareció. No volverá, al menos muy pronto.
Colombia hace bien, pues, en no aceptar este triste gesto y, a la vez, en no provocar. Pero hay una dimensión adicional a esto: la descertificación vendrá de la mano de presiones estridentes para volver a la fumigación con glifosato. Es decir, para envenenar a nuestros campesinos para aplacar al evangelizador estadounidense (un pastor travieso y manilargo). Esto debe ser rechazado a toda costa. Primero, no tiene pies ni cabeza. Segundo, constituye una brutal agresión contra sectores bastante amplios de la población, lo que de paso ofrece buena credibilidad a grupos armados no estatales. No podemos volver a esta salvajada. No recuerdo país del mundo, incluidos los más débiles, subordinados o autoritarios (Afganistán durante la invasión, el Perú de Fujimori), que lo hiciera.
En La Conversa del Observatorio hablamos con el destacado líder social Arnobis Zapata sobre este tema. Que la descertificación sea un pretexto para responder a las economías rurales ilegalizadas con políticas públicas serias, humanas y consistentes.