Esta semana, Álvaro Uribe llamó sibilinamente a que la fuerza pública desobedeciera al presidente Petro. No hay manera de no referirse al asunto. Eso me afecta personalmente. Quería hablar de la autonomía universitaria y de la elección de rector en la Universidad Nacional, y también —como lo prometí— de un par de libros claves que se presentaron en la anterior Feria del Libro de Bogotá. Bueno, esta semana no se pudo. Me imagino que es un complot del Centro Democrático contra mí (como nuestro país parece haber perdido masivamente el sentido del humor, toca aclarar: es una ironía).
El llamado de Uribe es una canallada y una puñalada por la espalda a nuestra estabilidad democrática. Por supuesto, raya en la ilegalidad, pero la cuestión va mucho más allá. ¿Tendrá la ciudadanía tiempo para salir de la violencia, estabilizar un poco su vida y restañar sus heridas? Uribe le dice a los gritos que no, pues él necesita salvar su pellejo. Ya no cuenta con una Fiscalía de bolsillo y está en peligro. Ese es el fondo prosaico del asunto. El otro aspecto, más serio, es que el uribismo consistentemente ha hecho política facciosa dentro de la fuerza pública, llamándola a cerrar filas en torno a “sus” violadores de derechos humanos. Ese faccionalismo, que mina los cimientos del régimen democrático, no se ha dirigido sólo contra Petro, sino contra cualquiera que quiera gobernar de manera distinta. Para entenderlo basta con pensar en la ordalía de Santos y la tragedia del Acuerdo de Paz. Constituye la intención de transformar al Ejército y la Policía en una guardia pretoriana de una fuerza política minoritaria (¿les recuerda algún episodio de nuestra historia?).
Esta política también deteriora profundamente, como lo dije en la columna de la semana anterior, el honor y la disciplina de los uniformados. Los sectores de cabeza caliente, o cuyos intereses convergen con la demanda permanente del uribismo de la impunidad total frente a crímenes espantosos, son precisamente los brutalmente deteriorados (de hecho, eso se puede aplicar a cualquier organización). Pero incluso ellos necesitarán un momento de reflexión. Pues es de público conocimiento, en la vida pública pero también entre sus anteriores apoyos dentro del bajo mundo, que Uribe es un tramposo. Incita y sugiere. Pero deja que los demás hagan el trabajo sucio. Después, dice que fue traicionado y los deja colgados de la brocha. Ha sucedido una y otra vez. Lean la prensa de los años anteriores. Hablen con los oficiales que están en la JEP o con los jefes paramilitares, para que les cuenten.
Lo mismo sucede con el frívolo y grotesco entorno de Uribe, incluyendo precandidatos/as. Tienen todas las mañas y los malos instintos de aquel, pero sin su capacidad de liderazgo. Son a Uribe lo que Jota Pe a Alberto Lleras.
Esto me sugiere dos reflexiones adicionales. La primera es frente a los grupos involucrados en mesas de diálogo con el Gobierno. ¿De veras quieren servir al proyecto de Uribe, a través de continuas provocaciones? El expresidente plantea que Petro quiere una guerra civil contra la sociedad de la mano del ELN, y este, muy orondo, dice que retornará a la práctica —detestable, no sólo por sus implicaciones políticas, pero también por ellas— del secuestro. ¿No les dice algo esta absurda venenosa coincidencia? No más asesinatos de policías y soldados, no más ataques a la población civil.
La segunda se refiere a sectores del centro. Aquí no se puede generalizar. Hay varias voces dentro del centrismo que han adoptado posiciones constructivas (y planteado críticas que sirven mucho al país; de hecho, también al Gobierno). Pero el silencio atronador frente al episodio asusta. Algunos que se describen como defensores a capa y espada de la democracia y la moderación y que se espantan ante lo que consideran “ideas extremas” —incluyendo reformas bastante moderadas— callan frente a esto que constituye un llamado a la disrupción democrática.