El doble discurso de Duque y su gobierno frente a varios temas —comenzando por el Acuerdo de Paz— se ha vuelto tan transparente que solamente haciendo un esfuerzo extraordinario es posible creer en él.
El presidente afirma frente a los auditorios internacionales su voluntad de implementar el “frágil” Acuerdo de Paz con los “terroristas” de las Farc. Esto es lo que dice el policía “bueno”. Dentro del país y para los auditorios nacionales, él y sus fichas encarnan con gusto el papel de policía malo. El que se pone el uniforme después de que han matado un montón de civiles. Por ejemplo, a raíz del enésimo atentado de las disidencias, o del Eln, o de otro —porque este Gobierno, que tanto ha tratado de hacer trizas nuestra paz, no ha tenido la mínima capacidad de contener el desbocamiento de toda clase de factores de violencia—, el ministro de Defensa, Molano, afirmó que el Acuerdo nos había dejado tres Farc, a cambio de la fuerza original: la Segunda Marquetalia, la de Gentil Duarte y la que está en el Congreso. Es decir, metía en un mismo saco a las gentes que contra viento y marea se han atenido a lo firmado y a los que volvieron al monte. A los primeros, no sobra recordarle a la lectora, los están matando. Pero se sabe que para Molano era físicamente imposible ahorrarse este irresponsable e ínfimo gesto estigmatizador.
El doble discurso de Duque y los suyos puede deberse a toda clase de razones. Creo que la principal es que están realmente enfrentando dificultades serias. Por una parte, en general pero especialmente después de la derrota de Trump, la abrumadora mayoría de actores internacionales quisieran que la paz colombiana funcionara. No verían con buenos ojos la ruptura abierta del proceso por la que suspira cierto sector del Centro Democrático. Por la otra, ese sector no es deleznable, tiene poder significativo y hay que tirarle de cuando en cuando un buen pedazo de carne. Más aún, algunas de sus demandas —que se contradicen abiertamente tanto con la letra como con el espíritu del Acuerdo— unen a todo el partido.
No puedo omitir que esta descarada doble contabilidad se adorna con toda clase de mentiras. Duque dice que la policía colombiana opera con los derechos humanos en la mano. ¿De veras? El problema aquí no es, claro, el carácter de los policías. Hay uniformados excelentes, íntegros, cuidadosos. Mucha gente que se juega el pellejo por la seguridad de los ciudadanos. Esto, por supuesto, incluye a oficiales. El problema radica en el sistema de incentivos, que es una responsabilidad del liderazgo político. En un país en el que los liderazgos se han alineado más con los victimarios que con las víctimas —algo sobre lo que creo hay evidencia aplastante—, parecería muy difícil encontrar a alguien que haya ofrecido más protección a los perpetradores estatales que Duque. Podría haber una excepción. Quizás dos. Pero no más. Recientemente, Duque lanzó a la policía contra la población, con un abultado resultado de muertes, como se encargaron de recordárselo los libreros de Madrid. Les sacaron los ojos a un montón de jóvenes. También hubo desaparecidos. Hasta donde sé, no todos los que repentinamente se evaporaron retornaron vivos a sus casas. Al día de hoy, la impunidad frente a estos hechos es rampante.
Algo análogo puede decirse de las tres Farc de Molano. La proliferación de grupos armados no se puede desligar de los severos incumplimientos del Acuerdo por parte de un partido que prometió hacerlo trizas y que construye su capital político desde el ataque permanente a sus contenidos más fundamentales.
Todos los interesados en la paz de Colombia tienen que preguntarse si van a querer seguir creyendo este doble discurso, por tanto legitimándolo, o si se decidirán a tomarlo por lo que de manera cada vez más obvia en realidad es.