Algunos lectores estarán familiarizados con el nombre del ultraconservador presentador de Fox News Tucker Carlson. Recientemente lanzó un ataque contra los profesores y el sistema educativo de su país, Estados Unidos, criticándoles su supuesta aversión a la raza blanca y advirtiendo a través de referencias oblicuas que podría terminar en un genocidio (contra los blancos). Para evitarlo, concluyó, se necesita sacar a la ideología de la educación.
Carlson es bien conocido por sus teorías conspirativas y su estilo virulento e incitador. Pero aquí hay un componente adicional, que se ha vuelto un motivo central para la extrema derecha gringa: ¿se puede/debe exponer a los niños, o a los jóvenes, a la ideología? ¿No es indignante hacerlo?
Esta pregunta retórica tiene muchos problemas, pero quizás el principal es que contrasta “las cosas raras” que se hablan en la escuela con el sentido común de las sociedades respectivas, que aparece como la línea de base “neutra”. Así, en sociedades racistas, introducir en el pénsum referencias a hechos relativos a esa característica resulta ideológico, puesto que saca a los estudiantes de su zona de confort y los obliga a cuestionar lo que han asimilado en su vida cotidiana. En cambio, reproducir la retórica vigente resulta normal. El lector fácilmente puede extrapolar esto al machismo y a la homofobia. La violación hace parte del paisaje, su denuncia es “ideología”. ¿Se acuerdan del “pero qué estaba haciendo a esas horas” a propósito del asesinato, violación y empalamiento de Rosa Elvira Cely?
El debate hace rato está, aunque aún no de manera tan visible —por otras urgencias—, en nuestra vida pública. Que se hable de los llamados falsos positivos en las aulas genera en algunos una indignación mayúscula, mucho mayor de la que jamás expresaron por la ocurrencia de los hechos mismos. En un país en el que por desgracia sectores muy poderosos han normalizado, y siguen normalizando, el asesinato y la mutilación del otro, porque quién sabe qué debía, que se diga que eso ocurrió, que fue habilitado por sectores en la cúspide del poder, es ideológico. Lo apropiado sería el consentimiento o el silencio. En una sociedad transida por el machismo homicida, mejor justificar o evadir el tema.
Pues de esas cosas no se habla en la sobremesa… quizás. ¿Pero en el sistema educativo? Tengo la impresión de que una buena parte de los colombianos meten a sus hijos a estudiar precisamente para que aprendan cosas nuevas, distintas. ¿Cuántas veces no habré oído yo de boca de gentes de todas las procedencias, en el campo y en la ciudad, expresiones como “quiero que entiendan lo que yo nunca entendí”? La intuición básica es aquí que la movilidad social ascendente a través de la educación, la posibilidad de “volverse alguien”, está asociada a la ampliación de horizontes, a la capacidad de incomodarse y adquirir conocimientos nuevos. Encuentro que esta intuición tan generalizada, una de las mejores características de nuestra sociedad, no sólo es admirable, sino que captura muy bien aspectos fundamentales del proceso educativo. Es también un patrimonio esencial si queremos pensar una opción de futuro apegada a la legalidad.
La denuncia a la “educación ideológica” y el programa de adaptarla para que resulte modosita y comodona no sólo amenaza con meter la formación de los colombianos dentro del corsé de sentidos comunes excluyentes, a veces abiertamente homicidas, sino que menoscaba esa promesa fundamental de avance intergeneracional a través de la educación que, pese a nuestras duras realidades, tienen en el corazón millones de compatriotas. Considerar a un colombiano desechable y asesinarlo con fines propagandísticos: ese sí que es un horrible acto ideológico.
Pero, ojo, para una sociedad plural el debate no acaba aquí. Específicamente sobre la educación universitaria, creo que hay que invitar siempre a la interrogación, a considerar múltiples perspectivas. ¿Pero cómo? Estas cosas nunca son fáciles. Hacen parte de un diálogo necesario con la sociedad.