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El caldero

Francisco Gutiérrez Sanín

12 de octubre de 2023 - 11:05 p. m.

La medida precisa del mundo en que vivimos es que dos potencias nucleares (Rusia e Israel) están ahora explícitamente en guerra. Mejor ni recordar que la mayoría de las demás están de alguna manera involucradas en ambas conflagraciones.

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Una señal de alarma, pues, absolutamente brutal. Para completar, estos conflictos no tienen cara de acabar pronto. El de Rusia-Ucrania puede ser más corto, pues a mi juicio ya está parcialmente decidido, pero podrá continuar un par de meses, incluso de años. Rusia en efecto empatará o ganará, o algo en la mitad de esos dos resultados. No es muy plausible que pierda. De hecho, si no recuerdo mal, la revista Foreign Affairs ya habló recientemente de una zona desmilitarizada, como en la Corea de la década de 1950. Desde la muerte del jefe del Grupo Wagner, que fue su punto más bajo, Rusia ha acumulado a su favor toda una serie de conquistas políticas, económicas y militares. Obvio: el mundo de las armas es también el de la sorpresa, pero se necesitaría de algo muy grande para que la tendencia cambie. Y queda la semilla del odio entre vecinos, marcada por múltiples deudas de sangre.

El nuevo ciclo del enfrentamiento entre Israel y los grupos irregulares árabes y palestinos recién comienza. Como ya han dicho varios entendidos en la materia, el telón de fondo es el régimen de ocupación de Israel, cada vez más brutal, cada vez más humillante y cada vez menos abierto a una solución civilizada, ahora que la extrema derecha ganó en aquel país. El primer envión de la actual dinámica fue la incursión de Hamás, absolutamente miserable, que costó cientos de vidas de civiles. La respuesta del régimen de Netanyahu en Israel, con el apoyo de Occidente, que se apega a un libreto que ha generado un desastre tras otro, es de pesadilla y tiene la posibilidad de ser órdenes de magnitud más costoso en términos humanos: un castigo colectivo, una expedición punitiva en una región con altísima densidad poblacional, sin ninguna consideración por las vidas de sus habitantes. Con la extrema derecha israelí presionando por más muertos, más violencia, más brutalidad. Esto ya no es quitarle el agua al pez, sino envenenar irreparablemente el agua y acabar no solo con el pez sino con su simiente. No se necesita ser un lince para entender que estos eventos pueden alimentar el odio cruzado durante generaciones.

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A menos que el libreto cambiara. Hay tantas señales de que este otro “calentamiento global” amenaza con quemarnos vivos, que uno esperaría que eso pudiera suceder. Pero no: lo probable es que no pase. A pesar de que buena parte de los horrores que estamos viviendo fueron creados y empoderados explícitamente por quienes ahora los atacan con las armas. En este contexto de violencias hipermasculinizadas, la reflexión de una mujer es particularmente pertinente: “Se han derramado —dijo santa Teresa de Jesús, una de las más grandes escritoras de todos los tiempos— más lágrimas por las plegarias atendidas que por aquellas que no son escuchadas” (espero que el lector me tenga paciencia: de nuevo cito de memoria).

Lo que me lleva de vuelta a Colombia. Pues, aunque en nuestro país no están ciertamente corriendo ríos de leche y miel, y recién salimos de décadas de dolores sin cuento, se han ido creando condiciones para una cierta pacificación. Uso un lenguaje muy tentativo, a propósito: estas cosas son difíciles y tienen avances y retrocesos. Pero igual estamos desincronizados, gloriosamente desincronizados, con respecto de lo que pasa a nuestro alrededor. Lo cual inquieta terriblemente a nuestra extrema derecha, cuya plegaria particular es volver a los fusilamientos, los falsos positivos, los bombazos, las masacres. Esa es su particular plegaria. El que ella generalmente sea elevada por personajes caracterizados por su pequeñez no es tan tranquilizador: esa cualidad los hace más incompetentes (lo cual es bueno), pero aumenta su irresponsabilidad.

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