Más de un lector se escandalizará, y con buenas razones, con el título de esta columna. Es como preguntarse si Messi es un futbolista extraordinario, si Niche es un gran grupo de salsa, si Gardel significa algo para el tango o si García Márquez es un escritor fantástico.
Pero si uno lo piensa dos veces resulta que plantear la cuestión no es tan excéntrico. Una persona retrógrada o reaccionaria defiende a ultranza el statu quo e incluso intenta retroceder al pasado en materia de derechos (planteo esta definición apoyándome en diversas fuentes). El concepto resume en buena medida la trayectoria de Uribe. En ese sentido, es un reaccionario canónico. Sin embargo, al forzar las cosas puede desestabilizar las mismas estructuras que intenta defender. Como dice tan poderosamente nuestro aforismo, “la ambición rompe el saco”.
Uribe podría estar horadando el saco de la estabilidad política colombiana al menos por tres vías. La primera es un estilo altamente personalista y excluyente, no solamente de las fuerzas alternas sino también de lo que en Colombia se llama “política tradicional”. Lo que Uribe dice tiene que hacerse sí o sí. Ya vieron que en el rifirrafe causado por las objeciones presidenciales a la JEP el senador Lidio García lo acusó de haberlo agredido físicamente. Independientemente de los detalles del episodio, lo que importa es que había que alcanzar el famoso “pacto nacional” que desmontara la JEP, así fuera a punta de verracazos, golpes y alaridos contra quienes se resistieran a ser “persuadidos”. Es, por lo demás, una historia más que conocida que marca la trayectoria del caudillo.
Como la marca también la tendencia a la desinstitucionalización. El uribismo manipula con desenvoltura los procedimientos y los formalismos. Esta característica es reveladora, y por ello mismo alarmante. En efecto, se supone que una de las mejores cualidades de las democracias liberales es que incentivan a los gobernantes a respetar los procedimientos de toma de decisiones, por un simple acto de imaginación: el día de mañana los electores los pueden mandar a la oposición, así que querrán estar protegidos ellos también contra la arbitrariedad. Si una fuerza en el poder no adopta este comportamiento, está mostrando o que su personal político es tremendamente limitado, o que simplemente no contempla en serio la alternación en el poder. Aunque en este caso ambas hipótesis puedan ser ciertas, creo que la segunda tiene más peso. Tengo en efecto la impresión de que los uribistas desde el principio han planteado al país la disyuntiva de poder para el caudillo o disolución nacional. Pero el planteamiento se consolidó y cristalizó durante los dos gobiernos de Santos.
Nótese cómo estas dos características se retroalimentan. El trámite de las objeciones a la JEP también ofrece aquí un bonito ejemplo: creo que el presidente del Senado, Ernesto Macías, violó durante ellas hasta la ley de la gravedad. Por esto, y por voluntad del propio Macías —la tutela contra la votación en la Cámara—, la cosa terminará en el aparato de justicia. Y si este produce algún fallo que no case con las aspiraciones del “pacto nacional”, entonces habrá más señalamientos, más desinstitucionalización, lo que a su vez dará inicio a nuevas formas de obtener la decisión que se necesita.
La tercera, más simple y quizás la más deletérea, sea la tendencia al aventurerismo. Apostarle al cambio de régimen en Venezuela como núcleo de nuestra política internacional. Entrar a saco en los acuerdos de paz. Identificar los intereses del caudillo con el interés nacional.
Hace mucho tiempo Dicha Crowley encontró que regímenes que tenían características como estas eran más vulnerables e inestables que las menos coloridas democracias convencionales. Así que, de la misma manera que María Fernanda Cabal mandó al infierno a una de nuestras grandes glorias nacionales —acaso la mayor—, quizás sea momento de mandar a Uribe al infierno de los retrógrados.