Y sí. ¿Por qué querría uno ganar? La pregunta suena perfectamente absurda y se expone a toda clase de caricaturas. Sin embargo, dediquémosle un instante, a ver qué sale y partiendo del supuesto sano de que vale la pena revisar de vez en cuando el significado incluso (o sobre todo) de algunas de las expresiones aparentemente más obvias del idioma. Una de ellas es, claro, ganar.
Al fin y al cabo, hay precedentes en nuestro país con respecto de personas que profesionalmente estaban obligadas a ganar, pero que expresaron sus dudas sobre el significado de la palabra. Célebremente, nuestro entrenador de fútbol Francisco Maturana declaró que “ganar es perder un poco”. Maturana es un personaje fantástico, pero la ocurrencia (que opera un poco como definición) suena disparatada y falsamente esotérica. Linda Caicedo, que en otro mundo quizás hubiera llegado a ser su pupila, carece de esa clase de vacilaciones: quiere arramblar con todo. Bien por ella. Darío Echandía en su momento se preguntó, sin responder: “¿El poder para qué?”. Agudo, pero perezoso. Una vez más: la figura de Echandía tiene muchísimos aspectos encomiables, pero hubiera sido mejor que planteara la cuestión al principio de su carrera. Algo análogo puede decirse de cierto progresismo lánguido y melancólico, que se engolosina con los “perdedores”, porque los cree románticos. Pero no. La derrota no es romántica.
Como suele suceder, el diccionario de María Moliner ofrece la puerta de entrada básica para entender lo que está en juego. En varias de las muchas acepciones del verbo incluye expresiones como “conseguir” y “obtener”. Y en efecto: las dudas serias, válidas, sobre ganar casi siempre giran alrededor de “qué” conseguir y por supuesto “para qué”.
Muy en particular, si se trata de la guerra. Por eso el gran Clausewitz decía que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. La política —es decir, la dimensión estratégica— pone los objetivos, las armas deciden quién gana. Creo que la expresión no ha caducado para nada y, si acaso, está más vigente que nunca.
Muy pocas guerras son buenas y justas, pero las peores son aquellas en las que los bandos no saben muy bien qué conseguir. Quieren ganar, pero sin tener claro el qué y el para qué. Esto se ha expresado de manera muy dramática en la conflagración ucraniana. Los líderes de ese país tienen muy claros sus objetivos: necesitan salvar el pellejo. No hay algo más directo y más claro que esto. ¿Pero y los demás? ¿Qué significa ganar para ellos? ¿Que Ucrania aguante, que mantenga su integridad territorial (a estas alturas son dos cosas muy distintas) o simplemente llegar hasta Moscú, ponerle un vestido a rayas a Putin y meterlo en una jaula? ¿O aprovechar la situación para fregar de una vez a los rusos, los chinos y cualquiera que se atraviese? La exprémier británica Liz Truss hace poco propuso crear una OTAN económica dirigida contra China…
Los otros días oí a un excelente comentarista polaco (Jacek Bartosiak; a propósito, profundamente antirruso) mostrar cómo para cada país involucrado en la coalición occidental el qué y el para qué han variado en los últimos años, a veces de manera dramática. La política es poco clara y fluida. También para el lado putinista. Esto puede generar toda clase de monstruosidades.
Hoy, en nuestro país, responder a la pregunta de qué es ganar también parece fundamental. Tanto para la guerra como para la paz. ¿Cuáles son los objetivos políticos de la continuación de las hostilidades? ¿Cuáles los de arribar a un acuerdo? El anuncio del Eln de liberar al soldado secuestrado es positivo y muestra que esa agrupación quiere mantener las negociaciones. Pero conversar no es, ni puede ser, un objetivo. ¿Cuál es la política subyacente? ¿Qué se conseguiría con el uso de los grandes medios de violencia que no se podría obtener por otros medios?
