Después de varias derrotas electorales –en Canadá, Australia y Alemania– Trump finalmente se anotó un triunfo durante las recientes elecciones presidenciales polacas. El nacionalista Karol Nawrocki se impuso por un corto margen frente a su rival liberal Trzaszkowski.
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Polonia no es una potencia; durante estos siglos ha estado mucho más en el papel de víctima que de verdugo, pero el evento puede resultarnos interesante por varias razones. La primera es que, precisamente ahora, cuando se resquebraja la globalización que hemos conocido, necesitamos tener una mirada de vocación universal. La paradoja es apenas aparente. Si esa globalización fue la fiesta de las identidades autorreferidas, del localismo, de la predicción (cuántas veces falseada) del fin del Estado nacional, durante este período estamos obligados a preguntarnos simple pero urgentemente hacia dónde vamos (para citar el título de una obra del primer premio Nobel de literatura polaco, Sienkiewicz). Y los indicios que podrían proveer buenas respuestas se encuentran en el ancho mundo. Toca ir más allá del Parque de la 93 y de Miami.
Segundo, porque el episodio nos ofrece una radiografía de la clase de personal que constituye la dirigencia de la extrema derecha. Nawrocki es un personaje colorido, quien antes de dedicarse a la historia había sido boxeador y guachimán en una discoteca. Todos oficios nobles e importantes. Lo llamativo es la combinación. Como fuere, dirigía, antes de ser ungido, el equivalente a nuestro Centro Nacional de Memoria Histórica. Fue acusado de frecuentar criminales y prostitutas; el ataque al parecer no lo perjudicó. En cambio, sí pueden haberlo ayudado los apoyos tanto de Trump (recuerden: un agresor sexual ya condenado) y de Kristi Lynn Arnold (la secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, famosa por haber matado a balazos a su perro). El boxeador memorioso, el abusador y la émula de Cruella de Vil conforman un trío sublime. Esa es la clase de gente que, poco a poco, está llegando al poder en Europa y otras latitudes.
Tercero, porque esas elecciones revelan las debilidades del liberalismo (no me refiero al partido) realmente existente. Tiende a hablar en nombre de reglas de juego abstractas, a menudo perjudicando de manera grave los intereses vitales, cotidianos, de la gente del común. Ya no cuenta con el apoyo estadounidense, que en el pasado había sido vital (no sólo materialmente, sino como elemento de legitimación). Y lo principal que tiene que ofrecer es el miedo al cambio, en nombre de un gradualismo cada vez más michicato y menos prometedor.
Cuarto, porque también muestran, por contraste, los problemas actuales de nuestra propia extrema derecha. Cierto: ella tampoco se para ante ninguna vileza o brutalidad. Para corroborarlo simplemente hay que ver su entorno –retratado durante el juicio a Uribe– o el alineamiento automático de Vicky Dávila con la corrupción en Guatemala en contra de los íntegros colombianos que lucharon contra ella. Pero hay al menos tres diferencias que dificultan las cosas.
Ante todo, hasta ahora la extrema derecha ganadora ha sido, con pocas excepciones, agresivamente nacionalista. También, sobre todo, en lo económico. La nuestra no tiene grandes probabilidades de moverse hacia allá. Verbigracia: la posición de Vicky citada arriba muestra el carácter acerbamente antinacional de su proyecto. Después, en un país que ya llevó a cabo la transformación de la sociedad en un gueto social (y lo hizo a bala), a la extrema le queda difícil establecer un puente con los símbolos y modos de proceder de la gente del común. Claro: está Uribe, que sí supo hacer el milagro, y está el tema de la seguridad, que, contra ciertas fantasías, millones de personas sienten como suyo. Pero los espectáculos del grotesco DJ-presidente, o el de Miguelito Turbay defendiendo el Todo Rico para presentarse como paladín del proletariado, tienen más probabilidades de atraer risas que votos. Finalmente, esa derecha internacional logró formarse la imagen de enemiga del status quo. Aquí es ostensiblemente su principal defensora.