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Historias chiquitas sin contar (II)

Francisco Gutiérrez Sanín

14 de mayo de 2020 - 05:40 p. m.

Mientras el escándalo de los seguimientos ilegales a opositores, defensores de derechos y periodistas se desarrolla a toda velocidad, nos llegan anuncios tranquilizadores por parte de las instituciones involucradas explicando que todo se solucionará por medio de la “transparencia”. “Integral” y “transparencia”: dos palabras malditas del español colombiano. La segunda se ha convertido en la expresión más opaca del diccionario.

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Es que aquí no se ha dicho ni de lejos todo lo esencial relacionado con el temible episodio. Lo que parecería haber es más bien la intención de querer taparlo con palabras biensonantes, cortinas de humo y la media lengua de rigor. Eso se entiende fácilmente si uno lo imagina como si fuera un simple chisme de barrio o de oficina. “Pedro le robó a María un dinero para espiar a José”. Cuento sustancioso y carnudo, ¿cierto? Pero, oh sorpresa, a los colombianos aún no nos han contado quién es Pedro. O, saltando de la analogía a la materialidad del hecho: sabemos que los militares colombianos se gastaron en chuzadas a enemigos percibidos una plata que dieron los gringos para combatir el narcotráfico. No más.

El problema es que —espero no equivocarme— a uno le da la impresión de que hay muchos estadounidenses actuando en este país. ¿Quiénes en particular habrán dado el dinero? Dice balbuceante el director de Noticias Caracol: “Una agencia de Estados Unidos”. ¿Será posible ser más claros? ¿Sabemos cuál? ¿La DEA, la CIA, otra? ¿Quién por nuestra parte aprobó esa cooperación? ¿Quién actuaba como interventor? Tampoco sabemos cuáles eran los objetivos específicos acordados con “la agencia”. Sí, combatir el narcotráfico, pero eso es amplísimo. ¿Era para seguir rutas, para apoyar interdicciones aéreas? ¿Para qué en particular? ¿Qué resultados operativos tenían que presentar los militares colombianos a cambio de la plata? ¿Y de cuánta estamos hablando?

No nos han dicho ni mu sobre ninguno de estos temas cruciales. Eso quiere decir que la información que estamos recibiendo los ciudadanos de este país no cumple los estándares mínimos de un buen chisme, no digamos ya de información “transparente”.

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Entonces llega el ministro de Defensa y, tal vez para tapar los huecos y escándalos, agrega una capa adicional de turbiedad a todo el asunto, anunciándonos que el Ejército está dividido. Estas ya son palabras mayores. Pero, eso sí, se cuida mucho de decir cuáles son los bandos en pugna, cuándo comenzó la división y por qué. Lo que se alcanza a percibir a la distancia es que tenemos dos líneas de potencial fractura. Por una parte, hay uniformados que se oponen a actividades delincuenciales y otros que no. Por la otra, hay quienes han apoyado claramente el proceso de paz, y otros que tampoco. Estas dos dimensiones no necesariamente se traslapan, pero podrían estar interrelacionadas.

Y también están conectadas, como era lógico esperarlo, con los debates y divisiones del mundo civil y partidista. Entre otras cosas, porque la división de la que habla Carlos Holmes Trujillo tiene en la incansable y corruptora actividad del uribismo una de sus causas inmediatas. ¿Recuerdan con cuánta virulencia hostilizaron los uribistas al general Mejía, comandante de las Fuerzas Militares, porque lo sentían desalineado con sus propias pasiones? Ahí de pronto se les acabó su amor por todo lo que tuviera que ver con el Ejército: lo que sugiere que ese amor es puramente faccioso.

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Nos debiera explicar Trujillo dónde están parados él y su gobierno con respecto de estas controversias. No tema violar algún secreto muy bien guardado: ya las hicieron públicas, y de manera harto estridente, sus conmilitones. O si se trata de una división entre quienes están violando la ley y quienes quieren respetarla, ¿por qué no nos dice cómo está promoviendo el papel de los segundos y cómo está castigando a los primeros? Es, al fin y al cabo, su obligación.

Todas estas historias están sin contar. Tenemos el derecho a oírlas.

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