Se supone que, cuando se acerca Navidad, los ánimos se enfrían y las crispaciones se relajan. Esta, la de 2025, no corresponde a ese patrón. Puede que las anteriores tampoco; si hay un sentimiento tramposo, es la nostalgia. Pero este año parece que tendremos sobresaltos hasta el amargo final.
Está, verbigracia, la declaración, por parte de Trump, de que el gobierno de Maduro es terrorista. Esto, en medio de actos de piratería, ejecuciones extrajudiciales en el mar Caribe, y un clima de histeria creciente que podría estar anticipando una invasión. Tengo mis dudas, pero supongamos que, en efecto, se trata de eso. Siendo nuestro mundo mediático y político lo que es, resulta fácil prever que numerosas voces expresarán su felicidad ante esa perspectiva.
Tal reacción no sería muy sabia por muchas razones. Me atengo aquí a las puramente instrumentales. Cualquier intervención en Venezuela se desparramaría sobre Colombia de maneras impredecibles (y que, en todo caso, no entrarán en la contabilidad estadounidense). Ya que no faltan figuras de nuestra vida pública a quienes la perspectiva de la destrucción de vidas de sus conciudadanos les produce una euforia más bien alarmante (los duquecitos, tigres, consentidoras y galanes), habrá que recordarles que aquí ya no estamos hablando de bombazos contra navegantes desarmados, sino del ingreso de tropas extranjeras a un territorio que les es completamente extraño, comenzando con lo básico (la lengua).
¿Será tan difícil de entender que esto podría generar una relegitimación impresionante de al menos algunas guerrillas? El condenable paro armado del ELN es un tímido síntoma de lo que podría venir. Una cosa es predicar una revolución en el contexto de un sistema político que, con todos sus absurdos y manchas, ha demostrado acoger, con enormes problemas sí, una alternación bastante real en el poder (no, no es idílica; la política rara vez lo es). Otra es sostener esa prédica ante la presencia de un invasor ultravisible, identificable, que entra, como lo han establecido los señores Trump y Hegseth, matando.
Se me podrá contraargumentar que no importa, pues los Estados Unidos son mucho más poderosos que Venezuela. La premisa del silogismo es cierta; su conclusión no. Es bien posible que, ante la entrada de las tropas de la potencia del norte, el ejército del país intervenido se disuelva rápidamente (como sucedió en Irak y Afganistán, por ejemplo). Pero quedan una base social bolivariana y una inserción insurgente en nuestra larguísima frontera. Las invasiones generalmente no son rechazadas por ejércitos regulares, sino por guerrillas; ellas a menudo tienen éxito (como en Irak y Afganistán, precisamente). Las guerrillas crecen y maduran sobre todo cuando están respaldadas por una causa nacional. Y, recuerden, su desempeño militar no es tan malo. Estas cosas ya han sido medidas varias veces. Si no me equivoco, en la evaluación que hizo Seth Jones, por allá por 2017, ganaron en 35 % de los conflictos (perdieron en otros tantos, y el resto fueron empates, o sea, acuerdos de paz). Los insurgentes, concluyó Jones, tienen más éxito del que muchos tomadores de decisiones se imaginan.
Habría aún otro contraargumento: el ELN nunca ha tenido un gran desempeño militar. Cierto. Pero puede aprender o ser reemplazado por otro más capaz. Durante las invasiones, toda clase de cosas pueden pasar, y no faltarán aspirantes a jugar un papel en ese río revueltísimo. A menudo, olvidamos que nuestro querido país cuenta con la que quizás sea la tradición (contra)insurgente más densa del mundo.
En fin: el tongo venezolano no sería tan simple, incluso si las defensas del régimen bolivariano se derrumbaran a las primeras de cambio.
Como todos los años, se me quedan N cosas en el tintero (no, Paloma no es una moderada; no, no es una sorpresa ver a la gran ganadería asociada con la captura del Estado y la violencia desde arriba). Pero, por el momento: felices fiestas. Mejor divertirse. El 2026 será interesante, pero duro.