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Hay muchas cosas para destacar en el juicio en curso contra Álvaro Uribe. Comenzando por la admirable combinación de valentía y persistencia del senador Iván Cepeda. Creo que hay mucho para imitar (uso la expresión deliberadamente: en la vida pública no hay patentes) de su esfuerzo paciente y sostenido. No se ha permitido una sola estridencia. Ha sumado una cantidad enorme de evidencia para apoyar su caso. En sus aserciones, no va más allá de lo que esa evidencia le permite decir y ha respondido con tranquilidad a dudas y desafíos. Hay mucho que aprender de esa ruta y esa forma de plantear los debates públicos más duros.
Pero mi foco de atención en la columna de hoy es lo que está ratificando el actual proceso judicial: la naturaleza criminalizada y paramilitarizada del entorno en el que se ha movido el expresidente durante años. Aclaro: no sé si Uribe sea culpable o no de lo que se le acusa, y de otros crímenes tremendos –pues este proceso es la punta del iceberg– por los que está acusado. No soy abogado ni juez, y pertenezco a la ínfima minoría de colombianos que no aspira a ser ni lo uno ni lo otro. Cierto: las tácticas dilatorias de Uribe y de su equipo jurídico dan mala espina y sugieren que su único interés es cerrar el caso vía prescripción. Uribe no es Pedro Pérez, como sus alfiles se encargan de recordarnos periódicamente; es un importante y poderoso líder político. En su caso no basta con que venzan los términos.
Pero más allá de eso, ¡qué cantidad de criminales, hampones y torcidos, aparecen en su trayectoria! ¡Cuántos amiguitos turbios, cuántos maleantes, malandros y matones, merodean a su sombra! ¡Cuántos admiradores encarcelados, imputados, condenados, retorcidos! ¡Cuántos homicidas, masacradores, narcos, que hallaron cobijo en su entorno! Si algunos han defeccionado ha sido por despecho, porque Uribe los sacrificó, para salvar su pellejo, o para ganar en un juego que sí, es grande –porque, contrariamente a otros políticos, este sí tiene en la cabeza una visión amplia, lo que necesariamente implica sacrificar a veces peones y alfiles–. Pero ese juego implicó interactuar con un submundo que a la vez necesita y lo avergüenza –vean su cara cuando en el juzgado pasaron por equivocación los videos de este otro amiguito suyo, el abogángster–.
De pronto no siempre lo hizo, pero sí le estorbaba. Porque su política, su especificidad que durante lustros lo convirtió en fuerza hegemónica, fue apelar al mismo tiempo a la modernidad técnica, a los Estados Unidos, al mundo decente y blanco de la clase media alta, y a sectores muy violentos de ganaderos, narcos y políticos paramilitarizados, así como de militares y policías violadores de derechos humanos. Una operación difícil, pues estos interlocutores no siempre cabían en un mismo salón. Que lo haya logrado (revisen el primer uribismo para ver que sí lo hizo) es testimonio de su enorme carisma y habilidad. Y también la razón subyacente de que su fuerza esté tan llena de malandros; quería, tenía que atraerlos. Por eso apenas uno rasca la superficie de un evento en el que el uribismo sea protagonista, se encuentra con uno de ellos (también en la Comisión Séptima del senado…).
El submundo uribista, en cuanto era protegido, respondió siempre con gratitud. Pues nuestras dinámicas políticas (también buena parte de las bélicas) han pasado por esa lógica: la del amigo del amigo del amigo. Con el amigo mayor en la cúspide, como carta ganadora, por la fuerza de su influencia y su capacidad de intimidación. Eso es lo que sale a relucir en este proceso.
Y es la “democracia” que están defendiendo a brazo partido. Exclusión social, favores que se pagan con gratitud, privilegios para las élites legales e ilegales. Con una buena dosis de violencia para estabilizar el proyecto. ¿Les gusta? A mí no.
