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Qué cantidad de libros buenos salieron para la pasada Feria del Libro bogotana. Uno que me gustó mucho es Parapolítica: historia del mayor asalto a la democracia en Colombia (Planeta).
En él, varias personas involucradas en el proceso de destapar el íntimo entrelazamiento entre sistema político y paramilitarismo en Colombia cuentan cómo lo hicieron, qué sintieron y qué consecuencias afrontaron. Pues, en efecto, buena parte de ellos sufrieron destierro y amenazas. Para no hablar ya de que los autores siguieron las pistas que les iban llegando en medio del clima asfixiante propiciado por un gobierno marcado por tres características: ultrapopular, muy intemperante y el foco del escándalo que se estaba cocinando a fuego lento.
El libro contiene muchas enseñanzas. Muestra cómo el conocimiento profundo de un tema (nuestro sistema político, en este caso) junto con una buena dosis de olfato detectivesco pueden llevar a hallazgos de gran alcance. Para no hablar de las joyas de comprensión sobre el funcionamiento de ese sistema que se encuentran en muchas páginas. De todas ellas, me quedo con esta fabulosa declaración atribuida a Juan Carlos Martínez Sinisterra (quien tenía por qué saberlo): “Es más rentable una alcaldía que un cargamento de cocaína”.
Los eventos que se cuentan en aquel texto ocurrieron hace no mucho, 20 años cortos, y contienen un par de lecciones simples sobre el camino recorrido. Dicho de la manera más simple posible: los dos gobiernos del expresidente Uribe fueron de unidad nacional y de ilegalidades extraordinarias. Plagadas de narcotráfico y con costos humanos inenarrables. Eso era inevitable, pues Uribe fue la bisagra que articuló las demandas de múltiples actores, por encima de la línea divisoria entre legalidad e ilegalidad. Su programa había que implementarlo a como diera lugar. De eso dan fe desde los ataques a la Corte Suprema y a la oposición hasta las ejecuciones extrajudiciales masivas conocidas como falsos positivos, pasando por reelección, yidispolítica, etc. También, la toma paramilitar de varias universidades, que no mereció un batido de pestañas de los uribistas, pese a su conocida y profunda preocupación por la autonomía universitaria.
Los parapolíticos fueron tan importantes para esos gobiernos, que en su caso incluso se dejó caer la hoja de parra de la negación plausible (“voten por mí mientras no estén en la cárcel”).
Lo de Duque, años después, pareció tan deplorable porque mantuvo la misma orientación, pero la gran unidad alrededor de ella ya se había evaporado.
Y, bueno, sí, porque en efecto era deplorable. Pero aquí es donde comienzan los motivos para el asombro. Porque, pese a lo contundente de la evidencia, ha ido adquiriendo carta de ciudadanía una cierta narrativa nostálgica, que sugiere que vivíamos en un mundo de armonía, hasta que nos “polarizamos” entre derecha e izquierda. Había problemas, sí, pero íbamos progresando (pregúntenles a las madres de Soacha o a los familiares de la cantidad de gente fumigada por los amiguitos de los parapolíticos, a ver si están de acuerdo). Entonces, se nos atravesaron las “ideologías extremas”. Cuidado: podría pasar algo terrible.
Santos, en particular, debería saberlo: hombre, lo terrible ya ha pasado y de manera masiva. En sus narices. Mientras era alto funcionario de Uribe. También, durante sus gobiernos. Todos con reelección, por lo demás. Santos no tiene cara para plantear lo que está planteando. Lo mismo se aplica a muchos otros. México es un país muy distinto al nuestro, pero allá ese mismo cuento (también con incitaciones golpistas) condujo a una catástrofe electoral y al masivo y merecido triunfo de Sheinbaum.
Habría otra manera de enfocar las cosas. Podríamos apostarle a un país con más discusión, con menos “unidad” (eso, en todo caso, ya no es posible), pero un poco más abierto e incluyente. Y, con algo de suerte, menos matón. Con acuerdos para que las cosas no se salgan de madre y con diversidad real en las opciones políticas.
