Los otros días, salió la noticia de que éramos el país más madrugador del mundo. Eso provocó reacciones ingeniosas, que oí tanto en conversaciones presenciales como en redes (“Somos el segundo país más feliz del mundo y a la vez el más madrugador. Alguien tiene que estar mintiendo”. El autor de esta estupenda observación me perdonará, pero no registré su nombre).
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Los otros días, salió la noticia de que éramos el país más madrugador del mundo. Eso provocó reacciones ingeniosas, que oí tanto en conversaciones presenciales como en redes (“Somos el segundo país más feliz del mundo y a la vez el más madrugador. Alguien tiene que estar mintiendo”. El autor de esta estupenda observación me perdonará, pero no registré su nombre).
Sin embargo, de lejos la respuesta predominante frente a la novedad se enunció desde nuestro (casi) todopoderoso complejo de inferioridad. Los más malhumorados se preguntaron cómo podía ser que eso ocurriera en “este platanal” (o “lodazal”). Otros simplemente comentaron que, si eso era cierto, resultaba imposible explicar por qué no nos iba bien.
Por mi parte, no veo contradicción que amerite esos interrogantes. Primero, Colombia está lejos de ser el “platanal” del que habla la retórica acomplejada. Eso sí: extraño, ultradinámico, interesantísimo, violento, con demasiada frecuencia terrible. País de madrugadores, seguramente. Segundo, como dijera inmortalmente Hirschman (hace unos meses encontré que Maquiavelo se le había adelantado un par de siglos, pero eso da para una conversación separada), “no todas las cosas buenas vienen juntas”. Si alguien (persona, país, partido) sufre un mal desenlace, incluso de manera persistente, eso no quiere decir que carezca de virtudes. Y al contrario: éxitos sostenidos pueden esconder defectos fatales, que a la postre explotan.
Así que es perfectamente creíble que tengamos esa (supuesta) virtud de ser madrugadores y a la vez hayamos sufrido horrores. De hecho, en mi experiencia, que, claro, no es representativa en ningún sentido, los compatriotas se parten el lomo de una manera que personas de otras nacionalidades encuentran difícil de entender. A mucha gente que viene aquí le sorprende que tengamos clases con horarios descabellados (seis o siete de la mañana; yo mismo incurro en ese pecado). Muchos también me han elogiado con entusiasmo la ética de trabajo de los colombianos.
Así que por un momento creamos el cuento (“somos los más madrugadores del mundo”) y más bien preguntémonos qué nos dice. Ante todo, que tenemos a la mano una característica desde la cual construir y reconstruir. Una de las peores cosas del complejo de inferioridad, aparte de su terrible carácter antiestético, es que lleva a la impotencia total.
Y sin embargo… sí: casi siempre hay un pero. Este caso no es la excepción. Nuestra disposición al trabajo no necesariamente va acompañada de una alta productividad. A la vez es resultado no sólo de proclividades sino también de carencias. Las dos cosas están relacionadas. En este, que durante décadas ha sido el país de la desregulación total, del sálvese quien pueda, la gente da todo lo que puede y más (¿no hemos sido los cocreadores de la absurda expresión “esforzarse al 110 %”?), entre otras cosas porque apenas cuenta con redes de seguridad o dotaciones públicas que la apoyen.
Entonces sí: nuestra diligencia es individualista y un poco ansiosa. Ahora viene el punto delicado: el desempeño individual también es una creación colectiva. Por ejemplo, para producir razonablemente en la academia, mejor rodéate de colegas y estudiantes competentes, de infraestructura, de un ambiente intelectual que te marque. Por una vez en la vida, en eso los nerds no estamos solos. El conjunto de la vida pública y productiva marca y potencia las capacidades de cada cual. En un mundo social caracterizado por el déficit de dotaciones y regulaciones, hemos optado por proteger a punta de músculo nuestras trayectorias vitales contra adversidades y riesgos, contra “los destinitos fatales”, para usar la expresión del gran escritor caleño Andrés Caicedo. Pero ha quedado faltando lo otro. Por eso necesitamos un involucramiento público que nos permita ir sobreponiéndonos a todas esas carencias.
Esa es al menos mi interpretación. No creo, por lo demás, que esta hipótesis sobre el origen de nuestros madrugones los deslegitime. Está bien: sigamos madrugando. Pero creemos las condiciones para que nos rinda más y mejor.