Muy impresionantes las jornadas de reconocimiento en Dabeiba de decenas de falsos positivos por parte de miembros del Ejército. Revelaron que los abismos de vileza a los que se llegó fueron producto no de un error sino de políticas consistentes y sistemáticas, generadas a su vez por una mentalidad firmemente establecida en amplios sectores de la política y del mundo de la seguridad. También ofrecieron una luz de esperanza, al mostrar que la sanación gradual a través de la verdad y la institucionalidad del Acuerdo de Paz puede funcionar, si sólo le dan una oportunidad.
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El término falsos positivos se refiere a ejecuciones extrajudiciales contadas —en el doble sentido de la palabra— como muertes en combate. Miles de ellos tuvieron lugar bajo el gobierno de la llamada Seguridad Democrática; estuvieron íntimamente vinculados al uribismo. Ese vínculo contiene en esencia tres aspectos. El primero es la incitación permanente a la violencia. La vimos al rojo vivo durante la “explosión empresarial” bajo el gobierno de Duque, pero ha sido una constante y está vivita y coleando hoy. Esto incluye el menoscabo a las víctimas y el intento de negar lo que en realidad ocurrió más allá de la duda razonable. Segundo, la denuncia de cualquier esfuerzo por poner a las agencias de seguridad bajo el control de la institucionalidad democrática como una iniciativa proveniente de las filas del terrorismo.
Pero, tercero, el traslado de la responsabilidad de los horrores que ellos y ellas promovieron hacia los operadores concretos: a las gentes que en efecto fueron a calles y veredas y mataron y desaparecieron a personas totalmente indefensas, en nombre de la lucha contra la subversión. Los altos incitadores han de quedar a cubierto. Ahora, con pose melancólica, se declaran traicionados (también con respecto de los escándalos de corrupción, que revelan un patrón de comportamiento análogo).
Aquellos operadores en esencia recibieron el mensaje que da título a esta columna, a su vez inspirado en un comercial clásico de una aerolínea (“Viaje ahora y pague después”). ¿Hay que asesinar? Vale, eso es “legítimo” pues proviene del Estado, según las declaraciones de la senadora Valencia, que serían curiosísimas si no resultaran tan aterradoras. Lo mismo, en los escalones inferiores y en la retórica interna que usaron entre operativos: haga sus cositas, después vemos. Pero, claro, a la hora de las cuentas, no te conozco. Al expresidente Uribe se le olvidan sus brutales dichos como “no estarían recogiendo café” y sus denuncias a los “traficantes de los derechos humanos”, que no fueron adornos ni gorjeos retóricos, sino la esencia misma de su política.
Esta tampoco es una cosa del pasado, así sea cercano. Es de hoy. Parte de las movilizaciones del Centro Democrático se han promovido bajo la consigna de defender el respeto y la moral de la fuerza pública, como si negar y mantener estas manchas infames lo hicieran (es, claro, todo lo contrario: no hay fuerza que resista a una corrosión de tal magnitud). El fiscal Barbosa llegó al extremo inaudito de invitarla a desobedecer al presidente, en un contexto en el que se le reclamaba no ser lo suficientemente “enérgico” contra campesinos exasperados.
Debajo de toda esta agitación se mantiene de nuevo el siguiente mensaje tácito: ay del que se deje agarrar. Para funcionar bien, el negocio de mate ahora y pague después tenía y tiene que proteger a los altos tomadores de decisiones. La pregunta es entonces por qué desde ciertos lugares siguen cayendo en el garlito e invitando a los uniformados a prestar oídos a tales prédicas. Claro: habrá gentes con las proclividades apropiadas para entrar en tal dinámica. También quienes incurrieron ya en crímenes inenarrables tienen sus incentivos para prestarse a ese juego siniestro que le ha hecho tanto daño a nuestra sociedad. ¿Pero y los demás? ¿No será la hora de pasar la página y pensar en rechazarlo explícitamente?