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Murió el papa Francisco, un sonriente y amable referente moral, que perdemos preciso cuando nos aproximamos cada vez más a nuestra “noche invernal, fría y oscura”, para tomar prestadas las palabras inmortales que usó Max Weber cuando su propio mundo se acercaba a la suya. A lo largo de su papado, Francisco defendió de manera sencilla y clara a poblaciones vulnerables, agredidas de diferentes maneras: inmigrantes, minorías sexuales, los habitantes de Gaza expuestos a un ataque genocida que produce dolor de estómago. Qué diferencia con tantos sepulcros blanqueados que han abrazado con entusiasmo la retórica de la discriminación y el odio, ahora que está plenamente legitimada. La suya no era una política identitaria (“yo defiendo a los míos”) sino universalista (“defiendo a quienes están en peligro, incluso si tengo diferencias con ellos, y sobre todo si están al otro lado de las fronteras invisibles”). ¿Habrá quien recoja y desarrolle ese legado generoso?
No soy católico, pero me parece que se necesitaría a alguien con la sabiduría de Francisco para entender algunos de los misterios de nuestra política. Tomen, por ejemplo, la reforma laboral. Como se sabe, estamos a las puertas de una consulta popular, pues la reforma se hundió en el congreso. El trámite fue el siguiente: resultó aprobada en la Cámara, pero encalló en la comisión séptima del senado, que se negó a pasarla a la plenaria. Cuando Petro protestó, el presidente del Senado anunció con voz tronante que eso era un irrespeto al Congreso. Otras voces se declararon entusiasmadas por la genial travesura de la comisión.
Si la descripción de la secuencia de los hechos del párrafo anterior es errónea, por favor corríjanme. Pero si no lo es, entonces la escandola que se ha armado alrededor de la consulta es simplemente grotesca. Animada, entre otros, por quienes hundieron la reforma. Efraín Cepeda repentinamente plantea que por la vía parlamentaria sí se podría. La inefable Paloma descubre que los trabajadores van a ser sometidos a un espantoso engaño, pues no les conviene que les restauren las horas extras y los dominicales, sólo que no se dan cuenta. Candidatos que están en el margen de error de las encuestas, y en trance de tratar de salir de allí, afirman que la consulta es un horror y… tomemos aliento… ¡populista! Dios nos proteja.
Estas gentes están tan metidas en su burbuja que no se dan cuenta de los límites de su propio discurso. Humberto de la Calle, que dijo un par de frases muy sensatas sobre el asunto, anticipó que sería insultado: así estamos.
Recordemos entonces un par de cositas básicas. Primero: claro que la política, la de todos los días, la de los políticos, está constituida también por triquiñuelas y maniobras. Permítanme acá una reminiscencia: desde el principio de mi trayectoria académica dije que esas cosas no deberían mirarse por encima del hombro. Sigo en mis trece. Pero ningún político experimentado y mínimamente serio puede ignorar que para toda maniobra hay una contra-maniobra. La consulta popular es eso. Fingir escándalo moral frente a ella es una patética ridiculez.
La verdad, en este país de desigualdad extraordinaria, a menudo obtenida por medios violentos, las preguntas de la consulta (no todas impecablemente planteadas) resultan asombrosas más bien por su naturaleza tímida y apacible. Muchas buscan restaurar derechos que los trabajadores habían obtenido a lo largo de los años, y que les quitaron. Adivinen quién, cómo y con cuáles pretextos. ¿La idea es impedir que la defensa de los derechos pueda ser tramitada institucionalmente? ¿Entienden bien cuál es entonces su apuesta?
Otro tema y otro misterio insondable (no tan lejano como parece): Carlos Ruiz Massieu, representante de la Misión de Verificación de la ONU en Colombia, afirmó que “si se hubiera implementado bien” el Acuerdo de Paz, no estaríamos en las que estamos. Declaración absolutamente acertada y muy importante. ¿Por qué no estamos hablando de ella? Pronto volveré al asunto.
