La manifestación de soldados y policías retirados en la Plaza de Bolívar de la semana pasada tuvo mucho de preocupante. El llamado a un golpe de Estado por parte de un exoficial es solamente uno de los componentes del asunto. El silencio sepulcral frente al episodio de muchos de nuestros grandes defensores de la democracia alineados con la extrema derecha es otro ingrediente infaltable —e inefable— de la receta. Pero lo que la pone junta y la convierte en un plato envenenado es el esfuerzo permanente de esa derecha extremista de hacer política con las agencias de seguridad del Estado, presentándose como su única defensora. Con esto abrieron una caja de Pandora, un tema al que volveré pronto.
Pero hay otro aspecto del asunto, sobre el que quiero llamar la atención: muchas de las demandas de miembros de la Policía y el Ejército no sólo son perfectamente viables sino que además corresponden a un sentido de justicia básico que es fácil entender. Comencemos por el simple hecho de que en el Ejército colombiano hay miles y miles de personas en situación de discapacidad, por minas quiebrapatas, heridas en combate, etc. No hablemos ya de los traumas sicológicos. Hay que tener en cuenta también la naturaleza del oficio. Por ejemplo, los policías arriesgan su vida constantemente y están sometidos a riesgos y contingencias sin cuento. Muchos miembros de las Fuerzas Militares y de Policía viven en situación de precariedad y sienten un profundo resentimiento frente a una sociedad que los puso en la línea de fuego y después los olvidó (o, peor aún, decidió mirarlos por encima del hombro).
De hecho, hasta donde sé, nuestra base de conocimiento sobre la situación social de los miembros de la Fuerza Pública, activos y sobre todo retirados, es precaria. Como la sociedad colombiana experimentó a lo largo de los años una hipertrofia de las fuerzas, estamos hablando de grandes números. Y de personas conectadas directamente con el mundo de los sectores sociales con los que supuestamente se debería desarrollar un cambio social incluyente.
Todo esto sugiere fuertemente que, tanto por equidad y rectitud como por simple sanidad mental —es decir, como apuesta de futuro—, el malestar expresado por manifestaciones como estas debe responderse con una política pública seria, en gran escala: aunque cueste y no estemos en una situación fiscal particularmente holgada. No basta con simples conversaciones o acciones en el margen. Se necesita un diseño serio (no usaré la palabra “integral”, que en Colombia es la sentencia de muerte para cualquier política pública).
Y también, una visión positiva del accionar de las agencias de seguridad. Verbigracia: ya progresamos de manera sustancial en algunos terrenos “negativos” y elementales pero fundamentales. Por ejemplo: no está bien que los uniformados disparen sobre la población civil. No está permitido ni debería estarlo. La gente a veces olvida que hasta hace muy poco era precisamente la regla contraria la que estaba firmemente establecida. Parte de las jeremiadas sobre la falta de “orden” se deben a que no se pudo fusilar a unas decenas de campesinos que se soliviantaron. Ese cambio simple irrita a gentes como el general Zapateiro; empero, nuestra posibilidad de un futuro viable depende de que se mantengan. Pero se necesita reforzar esto con un mensaje “positivo”, que ayude a construir la identidad de los miembros de las agencias de seguridad con valores democráticos e incluyentes.
Hay que mostrarles a la sociedad y a los uniformados en la práctica, con hechos, que la idea de que los intereses legítimos de soldados y policías sólo son compatibles con un gobierno de extrema derecha, que dispara contra la gente, es apenas una mala y especiosa conseja.
Una política pública fuerte, seria, orientada a los miembros de la Fuerza Pública y un fortalecimiento de su identidad alrededor de bases de honor y respeto constructivo harían mucho por sanear nuestra trayectoria y mejorar nuestras perspectivas.