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Un supuesto clave para mantener dentro de niveles mínimos la calidad de la vida pública es que los políticos están limitados por sus declaraciones, actuaciones e incluso silencios del pasado inmediato. Pero ese mecanismo no parece estar funcionando tan bien. Claro: incluso hoy, cuando se pasan de la raya, enfrentan consecuencias judiciales. Por ejemplo, el exvicepresidente Francisco Santos acusó a la senadora Angélica Lozano de ser ladrona y expropiadora por haber votado, si no me equivoco, la reforma pensional del gobierno. Todo aquí es grotesco, ya que la expropiación es una operación legal, mientras que el robo no (tendré mucho que hablar sobre el tema en el futuro inmediato). Le tocó echarse para atrás, con palabras muy sentidas. Pero no creo que suspenda sus insultos, mentiras y denuncias temerarias, porque están en el corazón de su forma de hacer política. Necesita crear miedo y pánico moral. Ojalá me equivoque.
Lamentablemente, lo de Santos parecería ser más la excepción que la regla. Vean a Jota Pe Hernández de flamante presidente de la Comisión de Ética del Senado. Pudo exhibir su estilo pendenciero y misógino, sin aparentes costos políticos. No es un fenómeno únicamente colombiano. Las extravagancias de Milei no le costaron la presidencia. Algo parecido parecía estar sucediendo con Trump, en la apretada e incierta campaña estadounidense que culminará en dos meses largos. Su teflón, como dicen los iniciados, parecía invulnerable. Ahora comenzó a rayarse, sobre todo después de que los demócratas pusieran a una candidata más viable. Hace un mes, Trump (condenado por toda clase de crímenes, y dueño de una verbosidad proverbialmente brutal) parecía el ganador inevitable. Pero las cosas se le complicaron.
No crean, sin embargo, que las locuras o inconsistencias patentes son monopolio de la derecha dura o de los extremistas. Juan Manuel Galán (a quien se le podrán atribuir muchos defectos, pero no el de ser un extremista) recientemente posteó en X que había sido invitado a la “histórica” Convención del Partido Demócrata estadounidense, y dejó entender que estaba entusiasmado con el “contundente mensaje” de “trabajar con y para el pueblo, defender los derechos fundamentales, preservar la democracia”. ¿Necesitaba viajar a Estados Unidos para entenderlo? ¿Tenemos precedentes de su convicción de la necesidad de “trabajar con y para el pueblo”? ¿Algún ejemplo de su voluntad de defender los “derechos fundamentales” de los colombianos, que tanto y tanto lo han necesitado a lo largo de años de matanzas? Lo dudo, entre otras cosas porque este Galán se solidarizó con el espantoso genocidio israelí, incluso viajando allá para proclamar su posición (¿habrá aprendido también de la defensa de los derechos al estilo de Netanyahu?). Ahora que las cosas se vuelven cada vez más evidentes, calla. Esto me lleva al tema de los silencios. Ni los políticos ni nadie más tiene porqué hablar de todo. A veces callar -por prudencia, falta de conocimiento, dudas genuinas-, es el mejor curso de acción. Pero todas estas gentes que le hicieron venias al insolente embajador israelí en Colombia y que se horrorizaron ante las denuncias de la masacre que estaba ocurriendo, ¿no tendrán algo que decir ahora?
Pensemos ahora lo de Venezuela. La izquierda colombiana y latinoamericana (NO el gobierno de Colombia) debería pronunciarse con mucha fuerza acerca de la eternización de Maduro en el poder. También, pero no únicamente, por razones de simple realismo. Alguna vez leí la siguiente pregunta que se planteó Enrico Berlinguer, el brillante secretario del Partido Comunista Italiano, por allá en la década de 1980: “Si hiciéramos una encuesta entre nuestros miembros, ¿cuántos quisieran para su país lo que sucede en la Unión Soviética?”. Apostaba que no pasaría del 5 %. Igual aquí, hoy. Pero eso no hace menos hipócrita y grotesca la denuncia de los horrores venezolanos por parte de quienes llevaron a cabo la brutal y homicida agresión contra los colombianos durante el estallido social.
