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Reimaginar

Francisco Gutiérrez Sanín

26 de octubre de 2023 - 09:05 p. m.

A propósito de las elecciones que tendrán lugar este domingo, se lamenta en este diario el columnista Pablo Felipe Robledo: “¡Qué triste democracia!”. Después de repasar las manchas y características de los candidatos (que, “salvo contadas excepciones, [dan] ganas de vomitar”), concluye sin embargo con una consigna: “¡Que viva la democracia!”.

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Su texto me hizo recordar inmediatamente la invocación del poeta y político Guillermo Valencia, quien al principio de la República Liberal exclamó lo siguiente: “Bendita seas, democracia, aunque así nos mates”. Lo que revela que hay una larga tradición colombiana de malestar con la democracia realmente existente: a su vez el vate conservador tiene varios predecesores importantes.

Pero ella quizás esté marcada hoy por dos especificidades. La primera es que ya no estamos solos. Durante décadas, la mayoría de América Latina cayó periódicamente en dictaduras militares y sus relativamente recientes transiciones democráticas han generado, con algunas excepciones importantes, un desencanto creciente. Más aún, en el mundo desarrollado el malestar ha crecido. Alguna vez el politólogo Juan Linz dijo que la estabilidad bebía del hecho de que “la democracia era el único juego” en el que querían involucrarse los competidores relevantes. Pues ese ya no es el caso en casi ningún país del Viejo Continente. No hablemos ya de los Estados Unidos, que viven una ordalía cuyo desenlace está bastante abierto.

A esto se superpone el desarrollo creciente de aparatos políticos, económicos y militares globales que hacen parte del orden liberal mundial, pero cuyo contenido democrático es cercano a cero. ¿A qué clase de controles y de escrutinio de su población está sometida Ursula von der Leyen en su apoyo continuado a la matazón que está teniendo lugar en Gaza? ¿O la OTAN, en su expansión ininterrumpida hacia el este? De manera más general, cada vez más enfrentamos desafíos globales que tienen respuestas también globales, pero desde una institucionalidad y desde unos procesos de decisión que sólo con un esfuerzo heroico de la imaginación pueden caracterizarse como democráticos.

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La segunda especificidad es que, junto con lo anterior, la democracia a lo largo de los años ha ido metiendo a cada vez más gente; el “pueblo” de hoy incluye nuevas categorías. No más en la década de 1960 las mujeres colombianas no eran sujetos plenos de derechos (y recién tenían el derecho de votar; las suizas accedieron a él bastante después), los indígenas eran considerados menores de edad, etc. También hay masas gigantescas de seres humanos (decenas de millones: desde trabajadores en rubros ilegalizados de la economía hasta migrantes) que claman por un acceso así sea parcial al derecho a la ciudadanía. Esas voces se hacen oír por distintos medios, pero hasta el momento no pueden ser procesadas institucionalmente.

Ya esto haría poco viable cualquier veleidad nostálgica (“la democracia ya no es lo que solía ser”, etc.). Pero constituye aún un nuevo desafío y pone sobre el tapete tanto una constatación como una pregunta. La primera: por los fenómenos antedichos, en muchas partes del mundo el sistema político ha ido disociándose de las grandes decisiones y de los problemas vitales del país respectivo, lo que lo separa del resto de la sociedad y probablemente incida de manera negativa sobre su calidad.

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La pregunta: ¿durante cuánto tiempo puede sostenerse esta defensa de la democracia con las narices tapadas? ¿Hasta dónde son compatibles el amor y las ganas de vomitar? La experiencia reciente demuestra que el intenso malestar democrático abre las puertas, incluso en países con tradiciones fuertes, a juegos diferentes. Una manera de reaccionar a esto es, por tanto, la defensa de lo que existe actualmente, controlando cuidadosamente los movimientos peristálticos. Creo que eso es poco sostenible y termina resultando costosísimo (como lo sugiere la exclamación de Valencia). La otra es apoyar alguna alternativa antidemocrática. La tercera es involucrarse en un proceso de reimaginar y readaptar la democracia, manteniendo su esencia y ajustándola a los tiempos que corren.

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