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Esta semana se cumplió un año de la publicación del Informe Final de la Comisión de la Verdad (CV). Simultáneamente, tres colombianos que estaban en Ucrania recibieron un bombazo, en el curso de un ataque de las fuerzas rusas contra la ciudad de Kramatorsk.
¿Qué tienen en común estos eventos? Varias cosas, pero, a mi juicio, la más sencilla e importante es la siguiente: la lección de que para el grueso de la población la guerra no es divertida ni bonita. El Informe Final de la CV documenta esto en penoso e impresionante detalle. Quizás por eso se convirtió en una suerte de referente negativo para ciertas fuerzas políticas. El argumento básico que produjeron es que la CV no contó las violencias de la guerrilla. Cuando se demostró, para cada una de esas objeciones, que esto no era cierto, entonces, en lugar de reconocimiento público, lo que vino fue silencio, seguido de la repetición levemente adaptada de la misma monserga.
Creo que hay buenas evidencias que sugieren que la molestia de esas fuerzas proviene no de lo que supuestamente calló la CV sino precisamente de lo que dijo: que los colombianos también habían sido horriblemente maltratados no solamente por las guerrillas sino por paramilitares y fuerza pública, entre otros. Todo, a la sombra de la guerra. No es que yo crea que la paz sea un paraíso (no lo es), pero el contexto que permitió los peores, más continuados y más masivos abusos y horrores fue el conflicto armado.
Algunos podrían creer que esta lección —simple y fundamental— es muy fácil de entender. Al fin y al cabo, en muchas situaciones personas de diferente proveniencia —no precisamente angelitos— muestran que son capaces de asimilarla. Por ejemplo, con ocasión del también reciente amago de levantamiento del proveedor de seguridad privada Wagner, los medios rusos hicieron permanente énfasis en que la peor desgracia que le podía suceder a un país era caer en una guerra civil. No querían que eso les pasara.
En contraste, por nuestros pagos, las mismas gentes que hostilizaron a la CV y a su informe parecerían querer bloquear cualquier iniciativa de paz en nuestro país. Es un patrón de comportamiento. Lograron derrotar a quienes apoyaban la paz en el suicida y descabellado plebiscito del 2016. Después, gobernaron con la consigna de hacer trizas el acuerdo, que había sobrevivido, un poco en estado de coma, a aquel evento. Se alinearon casi unánimemente contra la CV.
Mientras gobernaban de espaldas al acuerdo y en contra de él, los grupos armados ilegales crecieron sin pausa: las Autodefensas Gaitanistas, el ELN, el Estado Mayor Central y la Segunda Marquetalia. Cuando llegó la nueva administración, todas estas fuerzas —quizás con excepción de la última— contaban ya con miles de miembros activos y armados, y con amplias redes de apoyo. Una vez más, aquí hay una regularidad histórica. Laureano Gómez, por ejemplo, quiso solucionar los problemas del país cambiando a bala las preferencias políticas de los colombianos, porque no casaban con las suyas. El resultado, no tan sorprendente, es que el país se le salió de las manos. Cada abuso, cada brutalidad lanzaba a nueva gente al monte. Aún pagamos las consecuencias.
Ahora sus epígonos, incluyendo a su vocinglera prole, le recomiendan al país aplicar la misma receta. Pero la experiencia, tanto la muy reciente como la un poco más remota, sugiere que su aplicación termina sin falta en pesadillas. Los alaridos histéricos contra las negociaciones no auguran nada bueno.
Naturalmente, los interlocutores irregulares de hoy, así como los de ayer, son difíciles y complicados. ¿Pero cuál es la alternativa? Naturalmente, ni las negociaciones ni los aportes de la CV son perfectos. ¿Pero entonces cómo hacerlos mejores? Las fuerzas de extrema derecha, que han bombardeado la paz durante años —llevamos décadas en esto—, no se plantean la cuestión. Parecería que consideran que la guerra es su fiesta.
