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Sale Duque, con las manos tintas en sangre, de la Presidencia. Dejando un rastro terrible de ataques a bala contra la población civil, políticas contra los más vulnerables, desmonte de la paz junto con la impotencia frente al crecimiento de los grupos violentos y esa oscilación permanente entre lo siniestro y lo grotesco que ha terminado volviéndose la marca de nuestra vida pública. No hablemos ya del remedo de política exterior, que se daría para tantos chistes fáciles (“las horas de Duque están contadas”, etc.), que en esta ocasión omitiré.
Sale en medio de un gran desprestigio. A propósito: el uribismo quiere ahora venderse como “la otra mitad del país”. Esa corriente política quiso aplastar y avergonzar a quien se atravesara en su camino —traten de recordar cómo se comportaba cuando el “Estado de opinión” estaba en el curubito— y ahora pretende bloquear cualquier cambio con el argumento de que el vencedor solamente representa “la mitad más uno”. Eso simplemente no es verdad. En estas elecciones, el uribismo no pudo poner candidato presidencial propio. Después, apoyó a otro —cuyos votos eran probablemente no uribistas en su mayoría— que no pasó a la segunda vuelta. A la hora de la nona, se sumó a Hernández. Pero representaba sólo una parte pequeña del caudal del candidato, que este, además —y con muy buenas razones—, trató de esconder y de mantener en sordina a como diera lugar. Esa cosa se desfondó. Cada alarido descompuesto de Mafe y de Paloma, cada defensa de las “atrocidades legítimas”, lo desprestigia más. El uribismo hoy no es la mitad, quizás ni siquiera la cuarta parte del electorado. Es una minoría relativamente pequeña. Dentro de ciertos sectores claves —la juventud— está aún más aislado.
Eso podría cambiar. Por dos razones. Primero, la extrema derecha tiene apoyos significativos dentro de toda una serie de poderes fácticos. Segundo, al Gobierno entrante le puede ir mal, en cuyo caso el uribismo tendrá buenas condiciones para regresar.
Razón de más para que el Gobierno entrante —el del llamado “salto al vacío”— se esmere en acertar. He tenido la convicción de que teníamos que saltar, pero obviamente un brinco puede salir bien o mal.
¿Cómo hacer para que salga bien? Petro llega con un vigoroso, multitudinario mandato de cambio. También gobernará bajo un conjunto de restricciones severas. Los políticos activistas tienen la tarea de ampliar el horizonte de lo posible, pero este gobierno —y sus personeros han dicho que lo saben— operará bajo toda una serie de limitaciones duras que no se pueden saltar por la torera.
Diría que hay dos categorías de criterios bajo las cuales el nuevo Gobierno se jugará el juicio de sus conciudadanos. La primera es la “restauración de la normalidad” (un retorno apasionadamente deseado y en realidad imaginado, pues pocas veces la hemos vivido, pero eso no hace el deseo menos intenso o legítimo). Que no se trate de normalizar desde las alturas que las agencias de seguridad del Estado disparen impunemente contra ciudadanos vulnerables. Que no se roben la plata descaradamente. Que retomemos la senda de la paz. Que no haya un sobresalto semanal. Que restauremos las relaciones con nuestros vecinos, independientemente de su orientación o forma de gobierno. Que en las alturas se instauren estándares de comportamiento ajustados a la dignidad republicana.
Esta primera agenda es importante y viable (no, no se construye de manera automática), y puede producir grandes efectos con una condición: que nos mantengamos en una senda de crecimiento económico vigoroso. Este, que en todo caso el país necesita desesperadamente, es la condición sine qua non de legitimidad de la administración del cambio y además la condición material para que los conflictos distributivos generados por las reformas puedan gestionarse bien y no se envenenen.
La segunda agenda (que espero avance en paralelo) son las grandes reformas (tributaria, agraria, etc.). A ellas me referiré en el futuro inmediato.
