Comienza lo que será el atormentado 2025. Y en Colombia ya estamos teniendo nuestra primera gran tormenta alrededor de esta pregunta: ¿hay que romper relaciones con Venezuela? La necesidad de hacerlo se ha planteado de diferentes maneras, desde las proclividades y los recursos políticos, cognitivos y humanos de cada quién. Hay quienes expresan su horror frente al régimen de Maduro. Unos se duelen (y en la mayoría de los casos no hay razones para dudar de su sinceridad) de la tragedia de nuestros vecinos. Otros piden que sigamos el ejemplo del izquierdista presidente chileno Boric, quien sí cortó sus vínculos con el gobierno venezolano. Pastrana, por su parte, arremete con una furia a la vez virulenta y liviana, lo que es su marca de fábrica (“no sea cobarde”, sea varón, etc.; no parece recordar que él mismo entrevistó a dictadores como Pinochet sin exigir nunca que nuestro país armara una pelotera con Chile). Y los uribistas, cómo no, piden muertos, muchos muertos (cierto: cualquier pretexto les servirá para hacerlo). Hay que invadir. Hay que importar los métodos genocidas del señor Netanyahu y aplicárselos a los chavistas. La propia patochada de Maduro (dándole en respuesta a Uribe 48 horas para salir del continente) no logró convertir aquella terrible pulsión sangrienta en una comedia.
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Mi posición frente al asunto es más bien rectilínea. El desenlace de la experiencia chavista es detestable. Aunque buena parte de la información sobre el tema proveída por nuestros medios electrónicos es sesgada y floja hasta lo inverosímil (lo que ameritaría un comentario separado), hay evidencia bastante seria que sugiere que el resultado electoral que le dio la victoria a Maduro es una fabricación. Además, el comportamiento del gobierno venezolano durante toda la campaña estuvo marcado por la brutalidad y la agresión permanente contra los opositores. Es algo que hay que rechazar sin reatos. Pero eso no debería ser óbice para romper relaciones con Venezuela. El gobierno no debe ceder un ápice ante el coro que plantea esta demanda.
Por varias razones. ¿Cuál sería el objetivo? ¿Promover un “regime change”? Si no recuerdan: eso ya se intentó, y terminó en una payasada (encabezada, claro, por nuestro país). Por lo demás, ese programa está globalmente en crisis. ¿Preparar las condiciones para que otros lo hagan por medio de una invasión? Aparte de los costos humanos y políticos aterradores, lo que queda después es un yermo (miren lo que pasó en Irak o en Libia). Y sin duda eso desestabilizaría significativamente a Colombia.
Y no: no somos Chile. Compartimos con Venezuela una frontera de más de dos mil kilómetros. La necesitamos abierta. Millones de personas a un lado u otro de ella son, en la práctica, binacionales. Nuestros empresarios, fronterizos o no, tienen negocios allí. Nuestro Estado debe atender a nuestros intereses vitales en el largo plazo, intentando mantener relaciones vigorosas y positivas con el venezolano, independientemente de la naturaleza de su régimen.
Este no siempre va a ser bonito; el nuestro, tampoco. Un principio fundacional del sistema internacional después de la segunda posguerra, de cuyo inicio se cumplen 80 años, es el mantenimiento de vínculos diplomáticos entre países con gobiernos y sistemas diferentes. Por desgracia, asistimos en los últimos lustros al deterioro de este principio fundacional, cuya contribución a que no hayamos volado en pedazos se olvida con frecuencia cada vez más alarmante. La peligrosa deslegitimación de la diplomacia –simultáneamente fenómeno global y signo de los tiempos– constituye la partitura que ahora canta el entusiasta coro de la ruptura de relaciones. Cierto: mirar por encima del hombro a la diplomacia, tacharla de hipócrita, promover “soluciones” basadas en la combinación de coerción e histrionismo, tiene su público. Pero va contra todos nuestros intereses y tradiciones.
De hecho, Colombia, por medio de buenos oficios y presencia cuidadosa, podría jugar un papel mucho más eficaz, democratizador y humanitario, de cara a los venezolanos, que con la simple ruptura.